viernes, 1 de enero de 2016

Primer Viaje

La primera semana en el shala es bastante tranquila.

Todos hacemos primera serie,  no importa en cuál estemos trabajando en el momento.  Así que hoy hice mi práctica con alegría y facilidad, muchos de mis amigos asistiendo y practicando.  Sharath estaba dulce, tanto que no me pidió hacer el "catching".

Mi espalda jetlageada muy agradecida.

Son trece las veces que he estado en este país.  Mi memoria se mezcla un poco ya,  así que decido rememorar los viajes.  Hace un par de años hice un recuento de cada uno por este blog,  así que decido devolverme en el tiempo y copiar la entrada.  Será un oportunidad interesante también para mí de observar lo acontecido,  aprender de cada aventura.  India ha sido muy benevolente conmigo: dispuesta a enseñarme desde la primera vez.

Aquí van.



Viaje 1

Mi primer viaje a India,  hace más de 13 años, fue realmente impactante para mí.  Fue un viaje tan soñado y romántico,  acariciado y planeado hasta el último detalle.  Llegar a India por primera vez me dio algo que nada ni nada podrá darme nunca:  me hizo recordar una vibración en mi alma. 

Recuerdo que aterricé en Chennai- antiguo Madras.   Uno llega a India apaleado después de tantas horas de vuelo,  generalmente en horas de la madrugada.  Ya en el taxi,  los famosos Ambassador-  un auto muy viejo herencia de los ingleses-  sólo pude quedarme con la boca abierta al recorrer las calles de esta gran ciudad en la madrugada y ver los cuerpos de la gente durmiendo en las aceras.  Aquellos cuerpos me conectaron  a un tiempo en que yo fui uno de ellos.  Fue un flashback instantáneo en que me vi en una vida en India en que no tuve ni lo mínimo para sobrevivir en este mundo:  ni casa,  ni agua, ni comida,  sólo desesperación.  Empecé a llorar y no podía parar.  Y aún en medio de ese dejá vu,  me sentí en casa.  Extrañamente bienvenida de nuevo.

El taxista era un fraude.  Terminé en el peor hotel de mi vida,  un hueco en todos los sentidos.  El lugar estaba plagado de ratas y cucarachas y yo en mi ignorancia,  confié en las direcciones del indio que en su mal inglés me decía:  "only hotel open" o algo así.  Agotada después de tantas horas de vuelo, sólo anhelaba una cama. Al día siguiente me  desperté en shock de ver la habitación a la luz del día y directamente me fui a la estación de trenes,  deseosa de salir lo más rápido de aquella triste y atiborrada ciudad. 

Este viaje me llevó a un ashram en Bangalore,  a 7 horas en tren de Madras.  Ahora que veo hacia atrás, estaba a sólo 3 horas de Mysore, tan cerca pero tan lejos porque no tenía idea que mis maestros estaban ahí. Terminé en un curso de pranayama donde yo era la única occidental.  Recuerdo que los indios me veían con recelo,  peor todavía cuando conté que tenía cuatro niños y que era divorciada.  Se les paró el pelo y no comprendían cómo una mujer viajaba sola,  dejaba atrás a sus niños pero sobre todo,  había decidido separarse de su esposo.  En India,  los matrimonios en su mayoría son arreglados por los padres y una separación es impensable, no importa lo grave de la situación.  O sea,  uno se queda para siempre ahí, a pesar de que muchos viven vidas amargas junto a seres junto a quien no pertenecen.

La cara de sorpresa de estos indios era un reflejo probablemente de la mía.  No concebía atarme a nada en ese momento de mi vida.  Anhelaba un cambio de paradigma, una nueva visión de este mundo.  Cansada de los conflictos legales,  de los egos involucrados en juicios, demandas y dispuesta a abandonar el pleito, pan de cada día en mi profesión,   volé a India como llamada por una voz ancestral.  Crucé océanos,  sentada por casi 30 horas en tres o cuatro aviones y simplemente respondí al llamado de mi corazón que me pedía un cambio a gritos.

Bangalore es una ciudad al sur de la India llena de palmeras y clima tropical.  Un lugar bellísimo.  El templo estaba en la cúspide de una colina y desde ahí, podía apreciar el paisaje verde y cálido del mes de diciembre. Desayunaba todas las mañana un cereal delicioso llamado ragi,  junto a cientos de indios que vivían y estudiaban ahí.  Ahí aprendí que había que comer con la mano derecha,  que el sabor de la comida se expande si uno come con la mano- a pesar de todos mis conceptos occidentales.  Los indios son seres de ojos dulces y sonrisas francas,  curiosos como niños y sin mucho sentido de la individualidad.  Como son tantos, disfrutan mucho las aglomeraciones y se sienten cómodas en ellas.  Para mí esto fue un shock:  acostumbrada a mi "espacio personal",  tuve que soltar muchas ideas de lo que mi privacidad significada y dar entrada a una nueva forma de estar en este mundo:  más cerca de los demás.

Recuerdo que terminé el primer curso de respiración.  Una semana respirando de día y de noche.  Estaba tomada por India.  Todo lo veía nuevo. Los olores eran celestiales,  el sabor de la comida indescriptible.   La semana siguiente llegaba el maestro del ashram a dar el curso avanzado y yo contaba los días para conocerlo. 

Pero una llamada de Costa Rica se trajo abajo todos los planes:  uno de los muchachos estaba enfermo.  A los 9 días de haber llegado- y el viaje estaba para durar 6 semanas-  empaqué todo llorando,  como si me arrancaran de mi hogar con la sentencia de nunca más regresar. 

"Demasiado lejos,  demasiado difícil encontrar de nuevo los recursos para volver,  el cuidado de los hijos,  el trabajo"...me monté al avión de regreso con todos estos pensamientos dándome vueltas,  resignada a mi suerte- según me decía mi mente- de que nunca más regresaría.  Me despedí de todo lo que había amado por 9 días:  la brisa cálida,  los niños y su inocencia,  la simplicidad de la vida en el ashram,  la tierra que olía a albahaca india e incienso. No anticipaba en ese entonces que India, mi maestra,  me estaba dando su más grande enseñanza.   Desde su vasta sabiduría- desde esa vibración espiritual que permeaba ya cada poro de mi cuerpo- me estaba enseñando a soltar.

Soltar se sentía como el infierno.  Todo el viaje de regreso sentí rabia,  al punto que nunca me había dejado sentir.  Toda la rabia acumulada por relaciones fracasadas,  el divorcio de mis padres,  la frustración de estar en una profesión que me pedía pelear cada día y que no iba conmigo...toda la rabia salió en lágrimas y dolor en esos tres vuelos.  Llegué a Costa Rica más liviana,  dispuesta a aceptar y enfrentar la situación sin reclamarle a nadie por lo sucedido. 

Si hubiera conocido en ese tiempo a Guruji- pero todavía ni siquiera sabía que existía- él me hubiera dicho sabiamente que los hijos son la Séptima Serie, la familia todo para lo que la práctica nos prepara.  Y  se hubiera reído de mis dramas.

Pero todavía faltaban varios meses y la mano de la Gracia para conocer a mi maestro.-




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