La música vuelve a mí desde un lugar ancestral.
Mis primeros años de vida estuvieron siempre llenos de práctica. Práctica diaria de escalas, arpegios, pequeñas fugas. Práctica repetitiva, monótona a veces. Meditativa incluso, a pesar de mi corta edad.
Mi piano se volvió mi refugio en un hogar destrozado por la violencia y la emocionalidad desbordada. Fue mi barquito donde aprendí a resguardarme de la incertidumbre de cada día. Mi maestra mi ángel guardián, quién me acompañó por muchos años. Su muerte se sintió como una orfandad y desde ella no pude volver a tocar en serio.
Aquí sentada en esta tarde india, reviso varios regalos virtuales que recibí ayer y me encuentro varias piezas. Una de ellas la mía, mi preferida, mi tesoro: el concierto más hermoso y apasionado que he escuchado. En mis últimos años universitarios cometí la osadía de comprar la partitura para dos pianos y soñar que algún día en esta vida podría acariciar con mis dedos las teclas de un piano de cola negro y brillante hecho especialmente para mí. Así me visualizo en los últimos años de mi vida cuando mi cuerpo ya no pueda moverse y tenga el silencio como compañía. La visión es clara y la música sólo esta.
De pronto, puedo conectar los puntos. De hacer música con mis dedos pasé a hacer música con mi cuerpo. Es la misma genuina expresión en forma diferente. Me lleva al mismo lugar seguro y cálido en mi alma. Pleno de fuerza y suavidad simultáneamente. Entre el sudor que casi me impide ver, el miedo a entrar a ese lugar de riesgo e intensidad, el temblor que sacude mis músculos que gritan ya no más...esta misma música recorre mis venas. Quiénes compusieron estas partituras (música y asana) sabían que todo era lo mismo: la humanidad compartida que todos llevamos por dentro y que se presenta en miles de formas, colores, expresiones y rostros.
Unidad en movimiento.
Silencio expresándose.
Todos los artistas saben de qué hablo. Un lenguaje inefable a los ojos de la mente. Una vida paralela siempre presente, no importa la periferia que estemos viviendo en ese momento. Se suspende en instantes de luz y oscuridad, danza y fluctúa. Se esconde y se muestra. Se enciende y se apaga...o parece apagarse hasta que explota de nuevo.
En estas mañanas de Mysore llego a un shala lleno donde todos somos una orquesta y cada uno muestra sus acordes y sonoridad única y perfecta. Sin comparación con ninguna otra. Absoluta y relativa, compartida hasta la médula y los huesos. Cero máscaras, todos frágiles danzando este instante vital protegidos por una mano generosa que nos invita a no dar un paso atrás.
La mano del Amor?
Siempre hay más: más belleza, más profundidad, más integración. Orgánicamente crecemos en un paisaje habitado por miles de seres humanos que supieron encontrar el sentido de esta vida. Y de alguna forma quiero pensar que nuestra quimera infecta al resto, a aquellos que todavía tal vez anden un poco tristes y solos.
Porque no hay tal. No hay soledad.
Hay sólo música danzando en nuestras venas.
Mis primeros años de vida estuvieron siempre llenos de práctica. Práctica diaria de escalas, arpegios, pequeñas fugas. Práctica repetitiva, monótona a veces. Meditativa incluso, a pesar de mi corta edad.
Mi piano se volvió mi refugio en un hogar destrozado por la violencia y la emocionalidad desbordada. Fue mi barquito donde aprendí a resguardarme de la incertidumbre de cada día. Mi maestra mi ángel guardián, quién me acompañó por muchos años. Su muerte se sintió como una orfandad y desde ella no pude volver a tocar en serio.
Aquí sentada en esta tarde india, reviso varios regalos virtuales que recibí ayer y me encuentro varias piezas. Una de ellas la mía, mi preferida, mi tesoro: el concierto más hermoso y apasionado que he escuchado. En mis últimos años universitarios cometí la osadía de comprar la partitura para dos pianos y soñar que algún día en esta vida podría acariciar con mis dedos las teclas de un piano de cola negro y brillante hecho especialmente para mí. Así me visualizo en los últimos años de mi vida cuando mi cuerpo ya no pueda moverse y tenga el silencio como compañía. La visión es clara y la música sólo esta.
De pronto, puedo conectar los puntos. De hacer música con mis dedos pasé a hacer música con mi cuerpo. Es la misma genuina expresión en forma diferente. Me lleva al mismo lugar seguro y cálido en mi alma. Pleno de fuerza y suavidad simultáneamente. Entre el sudor que casi me impide ver, el miedo a entrar a ese lugar de riesgo e intensidad, el temblor que sacude mis músculos que gritan ya no más...esta misma música recorre mis venas. Quiénes compusieron estas partituras (música y asana) sabían que todo era lo mismo: la humanidad compartida que todos llevamos por dentro y que se presenta en miles de formas, colores, expresiones y rostros.
Unidad en movimiento.
Silencio expresándose.
Todos los artistas saben de qué hablo. Un lenguaje inefable a los ojos de la mente. Una vida paralela siempre presente, no importa la periferia que estemos viviendo en ese momento. Se suspende en instantes de luz y oscuridad, danza y fluctúa. Se esconde y se muestra. Se enciende y se apaga...o parece apagarse hasta que explota de nuevo.
En estas mañanas de Mysore llego a un shala lleno donde todos somos una orquesta y cada uno muestra sus acordes y sonoridad única y perfecta. Sin comparación con ninguna otra. Absoluta y relativa, compartida hasta la médula y los huesos. Cero máscaras, todos frágiles danzando este instante vital protegidos por una mano generosa que nos invita a no dar un paso atrás.
La mano del Amor?
Siempre hay más: más belleza, más profundidad, más integración. Orgánicamente crecemos en un paisaje habitado por miles de seres humanos que supieron encontrar el sentido de esta vida. Y de alguna forma quiero pensar que nuestra quimera infecta al resto, a aquellos que todavía tal vez anden un poco tristes y solos.
Porque no hay tal. No hay soledad.
Hay sólo música danzando en nuestras venas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.