domingo, 19 de enero de 2014

In Love


Sin dudas,  abordamos el autobús hacia Hampi.  El pronóstico son nueve horas a bordo.  Comienza la aventura.

El bus se mueve acelerado entre el paisaje indio que comienza a amanecer.

Nos sentamos en primera fila,  mi amiga y yo y los dos chicos atrás.  Mala idea.  El pito del camión suena unas diez veces por minuto.  Aquí los vehículos se mueven más por oído que por visión.  El amanecer continúa y una bola anaranjada se levanta majestuosa por entre la niebla matutina.   Observo con atención y respeto las figuras que se levantan con sus dhotis,  saris y turbantes en el frío de esta mañana de enero, saboreando el chai y todavía un poco adormilados.

Hampi.

Paraíso o infierno? No tengo idea.  Sólo sé que hay que ir ahí.  El camino tortuoso-  en el que varias veces tengo la seguridad de que vamos a chocar frente a frente con un camión o autobús o atropellar una vaca,  cabra o tuc tuc-,  nos lleva finalmente a nuestro destino.   Rocas gigantescas se levantan por kilómetros entre templos de piedra edificados hace miles de años.  Arrozales de agua fresca nos dan la bienvenida y mientras camino entre ellos pienso en que hace mucho no me siento tan feliz.

La simpleza de la vida en este lugar,  donde tomar un bote para cruzar un río se vuelve una aventura, al igual que observar la maravilla de una elefanta bañandose o de niños pequeños con sus pies descalzos y pulseritas que suenan.  Los ojos de todos:  curiosos,   investigándonos,  intentando conectar con estos foreigners extraños,  mujeres en pantalones y tatuajes,  rostros más pálidos que los suyos.

El murmullo del bazar da paso a un río sereno que da paso a unas rocas masivas y a una luna llena completa y brillante.  Practico al amanecer sobre una piedra masiva que me transmite no sé qué historias y leyendas de otro tiempo y a la vez me da la bienvenida a este lugar sagrado.  Una familia de monos se une a nuestra práctica observándonos con interés.  En el cielo,  los celajes iluminan los templos que amanecen y a lo lejos se oyen los cantos legendarios dándole la bienvenida a Surya,  el sol que nos mantiene vivos y que nos regala otra mañana.

India me subyuga,  me sorprende y me regala todos los días algo nuevo.  Los días pasan volando entre arrozales y piedras gigantes y ofrecemos el ascenso al templo de los Monos.
La cúspide nos regala la magnificencia de un paisaje que no termina y que de algún modo se conecta a nuestro paisaje interno...ese que tampoco termina.

Al igual que no termina mi fascinación con este lugar.

Quedamos tan enamorados de Hampi que prometemos volver.  Claro,  en tren probablemente o en un bus nocturno.  Ya casi al final del trayecto de regreso- que termina siendo de más de once horas-,  vuelvo a ver hacia atrás y sobre Ariel hay un bebé,  una viejita de unos cien años y varios paquetes.

Sin embargo,  sus ojos me sonríen.

Ya sabe que aún en medio del caos se puede encontrar la paz.
Esa es la lección más importante.  


Todavía adolorida después de tantas horas de viaje,  encuentro mi cama en el apartamento como la alcoba de un palacio.  El contraste entre la suavidad de las sábanas,  el silencio y la oscuridad me hacen recordar los huecos,  el escándalo y el gentío con una sonrisa en los labios.

India....ay mi querida India.
Seguís enamorándome.


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