El fin de semana transcurre entre montes de intenso verdor y aire fresco.
Costa Rica es un país privilegiado. En poco tiempo podemos pasar de la playa a la montaña: del calor al frío. Bueno, el frío es relativo. Para nosotros animales del cálido trópico quince grados es frío: algo que a mis amigos del hemisferio norte les daría mucha risa.
Pienso en el clima y también en el efecto que tiene en nosotros los costarricenses. Estamos acostumbrados al sol, al clima temperado de nuestro hermoso país. Nos cuesta lidiar con extremos. Creo que el clima influye mucho también en nuestro carácter: el sol nos alegra, nos conforta. El clima frío y la nieve personalmente me ponen muy triste. Y admiro muchísimo a todos los que a pesar del clima siguen sus vidas con fuerza y determinación. Sé de muchos shalas que tienen que calentarse por las bajas temperaturas y eso no es, sin embargo, obstáculo para continuar.
Hablo de esto porque a veces siento que cuando uno la tiene muy fácil le cuesta moverse hacia espacios nuevos. Es más cómodo mantenerse en la rutina, no explorar lo nuevo. Quedarnos en lo conocido, en lo predecible, en lo habitual.
Mi práctica me ha enseñado que es en lo nuevo que crezco. Es en lo no predecible que aprendo más de mí misma. La vida me colma cada día con nuevas puertas: puedo observarlas y pensar en todo lo que saldría mal. O puedo atreverme a entrar. Puedo poner en práctica lo que he encontrado en mi sadhana: fe que se sobrepone a la duda, fuerza al miedo y optimismo ante la mente que a veces se pone oscura y negativa. Ya hay suficientes personas allá afuera que intentan disuadirnos de dar pasos nuevos: será que nuestro intento de alguna forma los pone en jaque y obliga a ver sus propios intentos? Será que nuestros desafíos de alguna forma cuestionan su propio modus operandi? No sé. Sé que muchos se escudan detrás de excusas falsas y todos tenemos el potencial de manifestarlo todo. En mi caso personal sé que si una puerta aparece, en mi mundo significa que estoy lista para entrar.
Y entro: siempre entro.
Mientras reflexiono recuerdo el viento que me arrulló en la montaña este fin de semana, los cantos de los pájaros y la mirada de mis amigos. Todos estábamos más felices y relajados. Más conectados a lo que es verdaderamente esencial. Del sexteto que estuvimos juntos, todos salimos diferentes. Una recordó que su cuerpo no tiene que por qué dolerle más, que su mente puede ser su mejor aliada o su peor enemiga. Otra descubrió que su mente puede tener compases de espera y darle respiro en un mundo que a veces parece demasiado sólido para su alma. Uno por ahí sólo ansiaba pasear entre el bosque: sabía exactamente lo que es prioritario. Otro muy valiente se aventuró por doquier sin pedirle permiso a nadie: se perdía pero siempre aparecía de vuelta, feliz de sus exploraciones. Una por ahí sintió que su corazón se rompió en mil pedazos ante el éxtasis del silencio: otro inventó música nueva mientras su espíritu volaba en medio de las copas de los árboles.
El último día un pajarito se estrelló contra la ventana. El golpe fue intenso y cayó al piso desencajado. Lo tomé entre mis manos y le hablé: le dije que si era su tiempo aquí estaría yo para acompañarlo hasta el final. Pero que yo creía que todavía no era hora. Lo acaricié y sentí sus pulmones desfallecer, su mirada perdida en qué sabe cielos de pajaritos. Y de pronto, con el calor de mis manos, levantó su cabecita. Sus patitas todavía no lo aguantaban. Abrió los ojos. En un acto de fe lo puse sobre una mesa. Le dije que si quería volar el cielo era suyo. Regresé a la cocina a terminar el almuerzo. Y cuando alcé la mirada, había volado libre hacia un cielo nuevo.
El eco de la montaña me susurra de nuevos comienzos. De etapas de inspiración que caen por su propio peso. Estoy cosechando algo, no sé muy bien qué. Pero sé que en ese lugar sagrado comprendí lo importante en mi vida en este momento y recuperé algo que había perdido hace tiempo.
Igual que mis amigos.
Costa Rica es un país privilegiado. En poco tiempo podemos pasar de la playa a la montaña: del calor al frío. Bueno, el frío es relativo. Para nosotros animales del cálido trópico quince grados es frío: algo que a mis amigos del hemisferio norte les daría mucha risa.
Pienso en el clima y también en el efecto que tiene en nosotros los costarricenses. Estamos acostumbrados al sol, al clima temperado de nuestro hermoso país. Nos cuesta lidiar con extremos. Creo que el clima influye mucho también en nuestro carácter: el sol nos alegra, nos conforta. El clima frío y la nieve personalmente me ponen muy triste. Y admiro muchísimo a todos los que a pesar del clima siguen sus vidas con fuerza y determinación. Sé de muchos shalas que tienen que calentarse por las bajas temperaturas y eso no es, sin embargo, obstáculo para continuar.
Hablo de esto porque a veces siento que cuando uno la tiene muy fácil le cuesta moverse hacia espacios nuevos. Es más cómodo mantenerse en la rutina, no explorar lo nuevo. Quedarnos en lo conocido, en lo predecible, en lo habitual.
Mi práctica me ha enseñado que es en lo nuevo que crezco. Es en lo no predecible que aprendo más de mí misma. La vida me colma cada día con nuevas puertas: puedo observarlas y pensar en todo lo que saldría mal. O puedo atreverme a entrar. Puedo poner en práctica lo que he encontrado en mi sadhana: fe que se sobrepone a la duda, fuerza al miedo y optimismo ante la mente que a veces se pone oscura y negativa. Ya hay suficientes personas allá afuera que intentan disuadirnos de dar pasos nuevos: será que nuestro intento de alguna forma los pone en jaque y obliga a ver sus propios intentos? Será que nuestros desafíos de alguna forma cuestionan su propio modus operandi? No sé. Sé que muchos se escudan detrás de excusas falsas y todos tenemos el potencial de manifestarlo todo. En mi caso personal sé que si una puerta aparece, en mi mundo significa que estoy lista para entrar.
Y entro: siempre entro.
Mientras reflexiono recuerdo el viento que me arrulló en la montaña este fin de semana, los cantos de los pájaros y la mirada de mis amigos. Todos estábamos más felices y relajados. Más conectados a lo que es verdaderamente esencial. Del sexteto que estuvimos juntos, todos salimos diferentes. Una recordó que su cuerpo no tiene que por qué dolerle más, que su mente puede ser su mejor aliada o su peor enemiga. Otra descubrió que su mente puede tener compases de espera y darle respiro en un mundo que a veces parece demasiado sólido para su alma. Uno por ahí sólo ansiaba pasear entre el bosque: sabía exactamente lo que es prioritario. Otro muy valiente se aventuró por doquier sin pedirle permiso a nadie: se perdía pero siempre aparecía de vuelta, feliz de sus exploraciones. Una por ahí sintió que su corazón se rompió en mil pedazos ante el éxtasis del silencio: otro inventó música nueva mientras su espíritu volaba en medio de las copas de los árboles.
El último día un pajarito se estrelló contra la ventana. El golpe fue intenso y cayó al piso desencajado. Lo tomé entre mis manos y le hablé: le dije que si era su tiempo aquí estaría yo para acompañarlo hasta el final. Pero que yo creía que todavía no era hora. Lo acaricié y sentí sus pulmones desfallecer, su mirada perdida en qué sabe cielos de pajaritos. Y de pronto, con el calor de mis manos, levantó su cabecita. Sus patitas todavía no lo aguantaban. Abrió los ojos. En un acto de fe lo puse sobre una mesa. Le dije que si quería volar el cielo era suyo. Regresé a la cocina a terminar el almuerzo. Y cuando alcé la mirada, había volado libre hacia un cielo nuevo.
El eco de la montaña me susurra de nuevos comienzos. De etapas de inspiración que caen por su propio peso. Estoy cosechando algo, no sé muy bien qué. Pero sé que en ese lugar sagrado comprendí lo importante en mi vida en este momento y recuperé algo que había perdido hace tiempo.
Igual que mis amigos.