sábado, 12 de enero de 2013

El Atman feliz

Suena la alarma.

Está oscuro,  me alisto mientras Marco duerme.  Afuera,  se escucha un pleito de perros: esa es la parte que no me gusta tanto de salir tan temprano al shala.  Decido cambiar de calle para no toparme a una de estas fieras y me espera una sorpresa.

En la tenue luz del amanecer,  distingo dos figuras a lo lejos.  Un hombre mayor,  con su lunghi y una figurita pequeña.  Caminan por la calle,  me acerco y distingo a un abuelo con su nieta.  El se ve feliz,  relajado.  Ella me recibe con sus ojos vivaces,  tendrá un año y medio máximo.  Me dice sonriente:  "Hi!"....y se viene detrás mío.  Voy a un paso rápido y me doy cuenta de que si continúo así,  el abuelo se va a quedar atrás.  El empieza a llamarla y yo me detengo.  La bebé está a mi lado y no se devuelve.
Continúo mi marcha,  la enana me sigue.  El abuelo le pone, pero no logra alcanzarnos.  Finalmente,  grita algo en Kannada,  el dialecto de Mysore,  y sale la abuela,  mete carrera y alcanza a su bebé.  Mientras prosigo mi marcha,  escucho los lloros y gritos.  Se me abre el corazón.

Esta práctica es para todas las edades,  todas las razas y todos los estados de la vida.  Esta anécdota me hacer reflexionar mientras espero sentada en las gradas del shala a que mi maestro termine la Primera Serie Guiada con el grupo anterior.   Hoy me toca hacer la Segunda o Intermedia con él.  La experiencia más intensa que he tenido en mi vida.  Ya sé a lo que vengo.

Veo llegar  gente de todos los tamaños, figuras y edades.  Me encanta observar esta diversidad de seres humanos confluyendo en su solo lugar,  con una intención parecida:  el deseo de ir hacia adentro.  No importa tanto si ya tienen más de 60 o están muy jóvenes,  los cuerpos son sólo las chaquetas,  el Atman o espíritu es lo que nos trae a todos hasta aquí y nos hace ir más allá de la mente y sus limitaciones.

Encuentro a varios queridos amigos,  una alemana,  un americano y un mexicano. Además de un australiano,  una brazileña y un japonés.  El shala brilla en su diversidad.  Gente de todo el mundo que manifiestan sus cuerpos en este lugar,  no importan los obstáculos. Sólo los perezosos no practican,  decía mi maestro.  Y no sólo se refería a pereza física,  sino principalmente a la mental.

Algo compartimos los que estamos acá:  muchas caras que reconozco después de tantos años,  pero también las nuevas tienen una profundidad.  Su deseo de alguna forma tornea sus facciones,  añade sabiduría a sus ojos y cambia su voz.  Cada intercambio con estos seres humanos me toca por dentro y mientras espero,  realizo que todos son especiales.  Han botado pieles viejas,  como las serpientes,  y lo que brilla es su energía pura.  Brillan y emiten un calorcito.  Llenan el lugar.  Me siento rodeada de místicos,  sabios,  maestros.

Mi maestro llama y acomodarse es todo un evento.  La masa de gente es tan grande y la fila al baño interminable.  Sin embargo,  dentro de todo el caos hay un orden,  todos en silencio.  Hacemos cambio de turno y finalmente,  logro llegar a mi mat.  "Samastitih!!"  llama Sharath con voz grave y fuerte.  Y me rindo a la respiración.

Segunda Serie guiada por mi maestro es algo así como que a uno lo atropelle una locomotora.  Ya a la mitad de la serie,  ha sacado a más de la mitad del grupo.  Los pocos que vamos quedando nos movemos como un solo cuerpo en armonía.  Mis compañeros de lado respiran con calma,  por encima de la intensidad.  Observo mi mente protestando ante el dolor en los deltoides,  bíceps y tríceps.  Mis piernas empiezan a temblar a partir de Mayurasana.  Es el Mayurasana más largo de mi vida,  mis codos se entierran en el plexo solar y siento que voy a vomitar.  Y el conteo continúa,  no se detiene. El ritmo es visceral.  Nos acercamos a las siete paradas finales de cabeza y ya mi cuerpo se ha disuelto en la energía universal.  Sólo me queda mi mente:  la enfoco,  siento el miedo,  respiro con fe y escucho las cuentas.  No existe nada más.  "Ekam,  due,  trini..."

Y de pronto,  regreso a la visión de la bebé en la calle con su abuelo.  Me veo de un año y medio y luego,  anciana como de 80 años.  En un instante pequeñito,  mi vida me pasa por los ojos y estallo en una alegría incontrolable.  "Catvari,  panca..."  Siento la brisa que acaricia mi sudor,  escucho los pájaros indios recibiendo la mañana,  el murmullo de la gente mientras se toman su pipa allá afuera.  Estoy aquí y al mismo tiempo,  soy una bebé,  soy una mujer madura...soy todo.  Mi cuerpo es una antena que recibe toda la información en perfecta sincronicidad con algo más grande y ese algo más grande me abraza por dentro.

Termina la faena.  Todos quedamos tirados en el piso como después de una batalla.  Entramos en el espacio más sagrado que he conocido y de pronto,  mi mente descansa.  Bendito descanso.  El cuerpo rendido da espacio a un instante de paz.  Paz absoluta y completa.  Paz de saberme viva.

Me levanto como después de una muerte.  Cada práctica aquí es una muerte para mí.  Salgo del shala y recibo el cálido sol de la mañana,  el agua de coco fresca y las sonrisas de mis amigos.  Pero sigo todavía en el silencio.  Me escucho hablar y mi Atman observa.   Está grande, feliz y muy presente.

Así es como le gusta vivir en este mundo.  Con una mente serena y un cuerpo feliz. Sin tanto ruido interno,  emociones colapsadas en los tejidos y músculos y preocupaciones triviales.

Regreso caminando a mi casa como en el aire:   esta mañana con la gracia de una niña y la serenidad de aquella mujer sabia que apenas empiezo a conocer.


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