lunes, 10 de diciembre de 2012

Shanti: Viaje 2

Amanecemos en Atitlán,  un lugar tan hermoso que me cuesta describirlo.

Desde nuestra habitación se aprecian el lago y los volcanes.  Marco y yo abrimos nuestras alfombras y entre respiraciones,  agradecemos toda la belleza que el Yoga ha traído a nuestras vidas.   Lugares,  gente tan linda,  experiencias,  realizaciones.

Estoy sentada escribiendo en una terraza frente al lago.  Uno de los tres volcanes se levanta imponente al otro lado.  Los pájaros,  el sonido de las lanchas en el agua,  las voces de la gente y azul del cielo me envuelven.  La vegetación es verde esmeralda,  mi taza de café humeante me calienta por dentro.



Vuelvo la mirada hacia atrás, al segundo viaje a India.

Después del regreso imprevisto en el primer viaje,  me dediqué sin ninguna expectativa a mi familia y mi trabajo.  Sin embargo,  menos de 2 meses después estaba de regreso.  La idea de regresar me llenó de alegría,  pero también iba con una mentalidad menos romántica.  Sabía que India despertaba en mí lugares nuevos y que tenía que estar dispuesta a cualquier cosa,  principalmente un cambio de planes.

Aterricé esta vez en el norte.  Delhi en enero está bien frío.  Varanasi llamaba,  la ciudad más santa del Hinduísmo.  Los hindúes creen que una peregrinación redime sus almas y les permite alcanzar el Moksha o liberación de las cadenas del karma.  Llegué a Varanasi en un tren entre vacas y gallinas y en las calles estrechas,  aprendí a compartir mi espacio con estos seres mansos y serenos,  cuyos ojos tiernos me  obligaron a cuestionarme seriamente por qué nos los comemos en Occidente.

En un pequeño guest house a la orilla del Río Ganges,  descargué mi mochila y me dispuse a bañarme.  Afuera,  los cantos ininterrumpidos y campanas llenaban el ambiente.  El río está lleno a todas horas de bañistas, santos y meditadores.  Por un instante, contemplé la posibilidad de ir a darme un chapuzón.  La consideré y decidí que no quería enfermarme.  Ellos se lavan los dientes en el río, zambullen a sus bebés y hasta toman el agua. El agua del Ganges es para ellos una diosa que los limpia y nutre.  Pero yo,  una simple occidental sin las defensas naturales,  me hubiera expuesto a una disentería.  No muy inteligente.

Bajé a los ghats.  Los ghats son gradas que descienden hacia el río, donde se aglomera la gente a cantar,  rezar y meditar.  Encontré saddhus de todas las formas y colores, mujeres de saris coloridos,  lavanderos,  sacerdotes, familias y niños.  El caleidoscopio de colores llenó mis sentidos.  Tomé una barquita y navegué en el Ganges.  Unas pequeñas ofrendas de flores flotantes sellaron mi contacto con la Diosa, una por cada uno de mis cuatro hijos en ese entonces,  llenas de buenos deseos y luz para ellos.

Más tarde,  me llevaron al fuego eterno a Shiva, una fogata  que se mantiene siempre encendida en  honor a la energía de la transmutación.  Para los hindúes, morir en Varanasi simboliza la liberación  así que muchos vienen a esta ciudad a esperar su muerte.  Hay casas llenas de ancianos que sólo esperan.  En una de ellas estaba este fuego a la energía de la destrucción.

La siguiente parada fueron los lugares de cremación.  A pesar de mi resistencia,  sentí que tenía que presenciar lo que vi.  Un hijo, rapado totalmente,  rodeaba cantando y llorando el cadáver de su padre,  envuelto en una mortaja,  mojado y lleno de flores.  Encendieron la pira y el olor que salió de aquel cuerpo era a flores y perfume.  Escuché cuando la cabeza explotó...y dentro de mí también reventó algo.  Pude sentir la muerte tan cerca y  a la vez,  aceptarla totalmente.  La pira ardía y aquel cuerpo, que alguna vez fue un niño, un hombre, un padre, un esposo y un abuelo,  iba desapareciendo. El primogénito,  encargado de la ceremonia,  rendía el homenaje al padre y al ciclo de la vida.

Esta escena la llevo para siempre en mí.  La cercanía de la muerte es una constante para todos.  Varanasi me puso en contacto con ella por primera vez.  La muerte implacable y dulce a la vez.  Ahí decidí que mi vida quería aprovecharla al máximo y pedí por una guía para no perderme de lo verdaderamente importante.

Estando ahí Varanasi,  al puro norte de India, sentí un llamado insistente a ir al sur.  Sin embargo,  mi itinerario de viaje tenía por delante todavía a Rajastán, uno de los estados más coloridos y llenos de vida de India.  Decidí ignorar el llamado del sur y seguir con los planes.  Conocí palacios,  monté camellos,  caminé desiertos y visité mausoleos.  Pero el llamado al sur no se silenciaba y me empezó a inquietar.

Faltando una semana para el regreso a Costa Rica,  decidí escucharme y tomé un tren de tres días que me llevó a Bangalore.  De ahí a Mysore,  tomé otro tren,  el Shatabdi Express y recuerdo que mi corazón latía sin parar,  como anticipando un encuentro vital.

En Mysore,  pregunté por Pattabhi Jois.  Un rickshaw driver me contestó en su inglés-hindi: "Gokulam?" (Gokulam es el barrio donde está la escuela, pero yo no tenía idea en ese momento).  Dije que sí, confiando en la mano que me estaba guiando.  El tuc tuc (famosísimas motos con carrocería que son el medio de transporte más popular en India) me dejó frente a una casa grande de dos pisos y yo me bajé y ahora sí sentía que se me iba a salir el corazón.  Toqué la puerta,  Guruji abrió.  No puedo decir qué pasó después. Supongo que lo saludé, pero de pronto me ví sentada en el segundo piso, en una terraza con sillas,  ropa tendida y niños jugando,  junto a él.  Estuve sentada un rato sin poder hablar.  Finalmente, las palabras salieron de mi boca- como si fuera la de alguien más:  "Guruji,  I want to practice."  Se volvió a mí con una sonrisa:  "Yes,  yes.  You come 3 o´clock. Talk to Sharath."  Bajé las gradas,  mis piernas me transportaban con dificultad.

Acababa de encontrar a mi maestro.



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