domingo, 9 de diciembre de 2012

Shanti: Viaje 1

Me despierto en suelo guatemalteco.  Me duele todo el cuerpo.

Después de dos días de taller con mis nuevos estudiantes chapines,  sólo imagino cómo habrán amanecido ellos...

Marco duerme y me dan ganas de escribir.

Mi memoria se abre a India.  El próximo 27 de diciembre partimos una vez más hacia allá.  El sabor de India es difícil de describir para aquellos que todavía no han gozado de su paleta de colores.  Rechazada por muchos,  amada por otros tantos,  lugar de fascinación para mí,  cuento los días para regresar al hogar y disfrutar una vez más el olor de su mezcla de humo,  incienso,  curry y verdad.

Este será mi décimo viaje.
Vuelvo la mirada hacia atrás al primero.

Mi primer viaje a India,  hace más de 10 años, fue realmente impactante para mí.  Fue un viaje tan soñado y romántico,  acariciado y planeado hasta el último detalle.  Llegar a India por primera vez me dio algo que nada ni nada podrá darme nunca:  me hizo recordar una vibración en mi alma.

Recuerdo que aterricé en Chennai- antiguo Madras.   Uno llega a India apaleado después de tantas horas de vuelo,  generalmente en horas de la madrugada.  Ya en el taxi,  los famosos Ambassador-  un auto muy viejo herencia de los ingleses-  sólo pude quedarme con la boca abierta al recorrer las calles de esta gran ciudad en la madrugada y ver los cuerpos de la gente durmiendo en las aceras.  Aquellos cuerpos me conectaron  a un tiempo en que yo fui uno de ellos.  Fue un flashback instantáneo en que me vi en una vida en India que no tuve ni lo mínimo para sobrevivir en este mundo:  ni casa,  ni agua, ni comida,  sólo desesperación.  Empecé a llorar y no podía parar.  Y aún en medio de ese dejá vu,  me sentí en casa.  Extrañamente bienvenida de nuevo.

El taxista era un fraude.  Terminé en el peor hotel de mi vida,  un hueco en todos los sentidos.  El lugar estaba plagado de ratas y cucarachas y yo en mi ignorancia,  confié en las direcciones del indio que en su mal inglés me decía:  "only hotel open" o algo así.  Agotada después de tantas horas de vuelo, sólo anhelaba una cama. Al día siguiente me  desperté en shock de ver la habitación a la luz del día y directamente me fui a la estación de trenes,  deseosa de salir lo más rápido de aquella triste y atiborrada ciudad.

Este viaje me llevó a un ashram en Bangalore,  a 7 horas en tren de Madras.  Ahora que veo hacia atrás,  estaba a sólo 3 horas de Mysore, tan cerca pero tan lejos porque no tenía idea que mis maestros estaban ahí.   Terminé en un curso de pranayama donde era la única occidental. Recuerdo que me veían con recelo,  peor todavía cuando conté que tenía cuatro niños y que era divorciada.  Se les paró el pelo y no comprendían cómo una mujer viajaba sola,  dejaba atrás a sus niños pero sobre todo,  había decidido separarse de su esposo.  En India,  los matrimonios en su mayoría son arreglados por los padres y una separación es impensable, no importa lo grave de la situación.  O sea,  uno se queda para siempre ahí, a pesar de que muchos viven vidas amargas junto a seres junto a quien no pertenecen.

La cara de sorpresa de estos indios era un reflejo probablemente de la mía.  No concebía atarme a nada en ese momento de mi vida.  Anhelaba un cambio de paradigma, una nueva visión de este mundo.  Cansada de los conflictos legales,  de los egos involucrados en juicios, demandas y dispuesta a abandonar el pleito,  volé a India como llamada por una voz ancestral.  Crucé océanos,  sentada por casi 30 horas en tres o cuatro aviones y simplemente respondí al llamado de mi corazón que me pedía un cambio a gritos.

Bangalore es una ciudad al sur de la India llena de palmeras y clima tropical.  Era un lugar bellísimo.  El templo estaba en la cúspide de una colina y desde ahí, podía apreciar el paisaje verde y cálido del mes de diciembre.  Desayunaba todas las mañana un cereal delicioso llamado ragi,  junto a cientos de indios que vivían y estudiaban ahí.  Ahí aprendí que había que comer con la mano derecha,  que el sabor de la comida se expande si uno come con la mano- a pesar de todos mis conceptos occidentales.  Los indios son seres de ojos dulces y sonrisas francas,  curiosos como niños y sin mucho sentido de la individualidad.  Como son tantos,  disfrutan mucho las aglomeraciones y se sienten cómodas en ellas.  Para mí esto fue un shock:  acostumbrada a mi "espacio personal",  tuve que soltar muchas ideas de lo que mi privacidad significada y dar entrada a una nueva forma de estar en este mundo:  más cerca de los demás.

Recuerdo que terminé el primer curso de respiración.  Una semana respirando de día y de noche.  Estaba tomada por India.  Todo lo veía nuevo. Los olores eran celestiales,  el sabor de la comida indescriptible.   La semana siguiente llegaba el maestro del ashram a dar el curso avanzado y yo contaba los días para conocerlo.  Pero una llamada de Costa Rica se trajo abajo todos los planes:  uno de los muchachos estaba enfermo.  A los 9 días de haber llegado- y el viaje estaba para durar 6 semanas-  empaqué todo llorando,  como si me arrancaran de mi hogar con la sentencia de nunca más regresar.

"Demasiado lejos,  demasiado difícil encontrar de nuevo los recursos para volver,  el cuidado de los hijos,  el trabajo"...me monté al avión de regreso con todos estos pensamientos dándome vueltas,  resignada a mi suerte- según me decía mi mente- de que nunca más regresaría.  Me despedí de todo lo que había amado por 9 días:  la brisa cálida,  los niños y su inocencia,  la simplicidad de la vida en el ashram,  la tierra que olía a albahaca india e incienso. No anticipaba en ese entonces que India, mi maestra,  me estaba dando su más grande enseñanza.   Desde su vasta sabiduría- desde esa vibración espiritual que permeaba ya cada poro de mi cuerpo- me estaba enseñando a soltar.

Soltar se sentía como el infierno.  Todo el viaje de regreso sentí rabia,  al punto que nunca me había dejado sentir.  Toda la rabia acumulada por relaciones fracasadas,  el divorcio de mis padres,  la frustración de estar en una profesión que me pedía pelear cada día y que no iba conmigo...toda la rabia salió en lágrimas y dolor en esos tres vuelos.  Llegué a Costa Rica más liviana,  dispuesta a aceptar y enfrentar la situación sin reclamarle a nadie por lo sucedido.

Si hubiera conocido ese tiempo a Guruji- pero todavía ni siquiera sabía que existía- él me hubiera dicho sabiamente que los hijos son la Séptima Serie, la familia todo para lo que la práctica nos prepara.  Pero todavía faltaban varios meses y la mano de la Gracia para conocer a mi maestro.-


Hoy es el último día del taller en Guate.  El taller se llama Ashtanga Yoga: el camino de regreso al corazón.  El taller fue planeado hace ya varios meses y en ese momento no sabía la realidad que este nombre tendría para mí en esta época.  Han sido tiempos difíciles este año en general y sobre todo, las últimas dos semanas y el recuerdo de ese primer viaje me inspira a seguir poniendo en práctica lo que India me enseñó en ese primer viaje.

Hoy es la culminación del taller y ya siento la energía acumulada por las horas de práctica y filosofía lista para darnos a todos el coup de tete.  Ya puedo anticipar el bombazo de Amor que nos tiene reservado el Shakti para esta mañana.  Lo siento en mi cuerpo y en los ojos de la gente.  Y por eso,  ya este día es especial e inolvidable.

Si hubiera sabido que iba a estar aquí hoy,  con el corazón lleno y rodeada por gente que aprecio, haciendo lo que amo y con estas realizaciones,  probablemente no hubiera pataleado tanto ante mi viaje frustrado.  Pero todo estaba por venir y yo todavía no había comenzado a practicar seriamente.   El regalo de los siguientes viajes serían la llave que abrirían,  poco a poco,  mi corazón.  El encuentro con mi Maestro el detonante, la bendición de mi buen karma, como dirían ellos.

Pero esa ya es otra historia.


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