jueves, 13 de diciembre de 2012

Shanti: India en Costa Rica. Cuarto Viaje.

Mi maestro Pattabhi Jois decía que una práctica por un largo tiempo no son 2 años,  ni 5, ni siquiera 10.  Al menos 12 años de práctica constante,  ininterrumpida,  llena de fe y devoción comienzan a cambiarlo a uno.  Yo apenas siento que estoy comenzando y lo que hago me gusta tanto que no importa el tiempo. Pero ahora,  viendo hacia atrás,  comprendo que el verdadero avance se ve en la fe- shradda en sánscrito- esa cualidad tan frágil que a todos se nos empaña por dudas casi diariamente.

El cuarto viaje a India empezó en el Norte.  Ya mi práctica había comenzado a cambiar mi entorno y a afectar a aquellos que estaban cerca.  Mi hijo mayor, Hernán,  me escribió una carta que aún conservo.  Me escribía que siempre iba a apoyar mi sueño.  Me enseñó que mi propósito en esta vida era hacer lo mismo por él,  sus hermanos y muchas otras personas.

Mi intención en este viaje era traerme un pedazo de India para San José.  Mi casa,  la casa donde viví desde pequeña y que ya había atravesado una remodelación gigante al agregarle el segundo piso,  necesitaba calidez.  En uno de mis escalas a India, estuve en el Estudio de Eddie Stern en Nueva York. Tenía 8 horas en Newark y decidí tomar el tren y aparecerme en la clase Mysore de las 6 am.  Ahí fue que vi por primera vez los arcos.  Quedaron grabados en mi memoria para siempre.  Ahora sólo tenía que encontrarlos.

De Delhi,  los trenes me llevaron a Jodhpur,  en el corazón de Rajastán.

Un nota sobre los trenes en India:  son el transporte más popular a través de los miles de kilómetros de este vasto subcontinente.  Transportan millones de seres humanos y animales diariamente y cada estación, cada vagón,  es una aventura.  Uno llega a las estaciones más grandes y los indios están acostados, durmiendo en el piso,  esperando su tren.  Vendedores que gritan,  ladrones por doquier,  familias enteras y olores no muy agradables. Me tocó hasta ver un cadáver en una estación:  estaba ahí,  a la vista de todos, y nadie hacía nada!  yo casi gritaba,  cómo era posible tanta indiferencia!  el señor estaba MUERTO!!  y desde ahí comencé a comprender que en India la muerte es cosa de todos los días y que nadie la esconde ni le teme.

La llegada a Jodhpur fue deslumbrante.  Los camellos y elefantes  caminaban por media calle con su paso lento y elegante,  los hombres con sus turbantes de colores brillantes y bigotes poblados iluminaban el paisaje con sus atuendos. Las mujeres,  llenas de joyas en todas las partes de sus cuerpos,  adornadas de la cabeza a los pies,  eran una visión.  Rajastán era India en todo su esplendor.

Me refugié en un guest house modesta pero limpia:  el Ganapati House.  Una familia había decidido usar los cuartos de su casa para huéspedes.  Me sentí bienvenida y en casa.  El restaurante de la terraza tenia vista al fuerte de la ciudad,  un gigante coloso que se alzaba  protegiendo la multitud de casas pintadas de azul.  No en vano Jodhpur es conocida como la Ciudad Azul.

Después de desayunar y disfrutar la visión de un indio haciendo pranayama en la terraza del frente- sólo en India pasan estas cosas!- me dirigí a buscar mis famosos arcos.  Jodhpur es la ciudad del arte y la madera,  sin embargo,  era como buscar una aguja en un pajar.  Cantidad de tiendas,  bazaares y mueblerías me recibían con el característico "no" con la cabeza- que más bien parece un sí- y entre tanta confusión me preguntaba por qué no me había ido directamente a Mysore!

Guruji decía que todo viene.  Cuando uno inicia esta práctica,  tiene muy poca fe.  Y eso de que todo viene incluía, por supuesto,  mis arcos!  en un edificio a punto de caerse y abandonados en el patio de atrás,  los ví- en un estado de descuido espantoso por supuesto.  Necesitaban ser reconstruídos,  lijados y pintados y finalmente empacados en el viaje más largo que jamás habrían imaginado:  de India a San José, Costa Rica.   Me sentí totalmente identificada con ellos:  mi cuerpo también fue abandonado por muchos años,  mi mente había sufrido innumerables aguaceros y mi corazón varios batacazos.  Pero ahí estaban,  todavía se sostenían- me decía Daga,  mi nuevo amigo indio y comerciante de muebles.  Confié en su palabra y los restauramos.

Además de los arcos,  que al fin fueron tres sets en total- empacamos puertas,  tapices,  sillones,  armarios,  mesas y sillas,  estatuas y altares.  El contenedor pasó de uno a tres y las alfombras, almohadones y cuadros iniciaron su viaje desde su país natal a un país pequeñito en el centro de América.  Me enamoré de un columpio de elefantes donde visualizaba estar sentada con unos niños pequeños:  sin embargo,  no alcanzó ni la plata ni el espacio y tuve que despedirme de ellos, sin saber que llegarían finalmente a mi vida- en circunstancias muy diferentes y después de bastante tiempo.

Todo esto de los contenedores contiene una metáfora importante:  ya que tuve el destino de nacer TAN lejos de mi querida India,  mi intención fue llevarme un pedacito al Estudio y a mi hogar y que la gente sintiera lo que yo siento cada vez que regreso.  Esa calidez,  serenidad y conexión con la madera,  la tierra, el metal y el fuego que los artesanos indios crean magistralmente en sus obras.

Los arcos que hoy sostienen el techo del estudio para mí son la base sólida de una práctica constante.  Cada vez que los veo,  los toco y acaricio y recuerdo cuando los vi en condiciones tan penosas en aquel patio de la fábrica,  abandonados a morir.  Al igual que a ellos, el Yoga me ha revivido en todos los sentidos que un ser humano puede revivir y sobre todo,  me ha devuelvo la fe.

El destino final de mi viaje era Mysore, por supuesto. El tren de tres días fue sustituido por un avión no muy estable.  El viaje se redujo a un par de horas y ya estaba en el sur.  Este viaje fue difícil en términos de mi práctica:  la primera serie ya estaba lista y Sharath me invitó a iniciar la Segunda.  Sin embargo,  había de encontrar un dragón resguardando la entrada.  Pero esa ya es otra historia.


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