domingo, 31 de mayo de 2015

Música

La música me ha acompañado toda la vida.  Desde muy pequeña,  mis manos todavía regordetas fueron obligadas a tocar una teclas que se interponían entre yo y mis patines.  No las amaba entonces.  Me subía a los árboles de mango de la casa y me escondía para no asistir a mi lección semanal de piano.  Mi madre,  insistente y muy perseverante,  de alguna forma logró domar mi indómita naturaleza a esa edad.  Sin embargo,  mi maestra era una señora muy viejita y la clase era bastante caótica:  me tomaba la lección de otras niñas más grandes y obviamente yo no la sabía.  Así que salía de mi clase regañada injustamente y para peores,  con las manos rojas porque me pegaba:  rastros de la edad mezclados con su impaciencia ante alguien que supuestamente no estudiaba.

Pero sí lo hacía.  Tenía un enorme piano viejísimo que mis padres adquirieron para probar si yo servía para la labor.  Era un gigante oscuro y sonaba muy profundo.  Con él,  aprendí mis primeras escalas y arpegios bastante desafinadas por cierto.   Me escuchó horas interminables en mis estudios de Czerny.  Escuchó con paciencia mis dedazos y finalmente,  fue cambiado por un piano nuevo vertical traído especialmente de Estados Unidos para mí porque sí,  parecía que la chiquita estaba dando la talla.

Mi mundo cambió cuando conocí a mi maestra,  mi querida maestra.  Era un examen de admisión que no recuerdo,  pero sí recuerdo su rostro.  Una joya del piano en Costa Rica,  con fama bien ganada de estricta pero con un don para enseñar:  con ella aprendí a amar la música,  aunque el reto diario de sus tareas interfiriera toda mi adolescencia con los jolgorios de mis amigos,  las salidas y la fiesta.  Todos los días desde que tenía doce años hasta los veinticinco abrí mi piano.  Lo abría en el Conservatorio después de mi escuela y colegio.  Lo abría en la casa y todavía no entiendo la paciencia de mi familia de escucharme muchas horas al día.  La lección de un pianista clásico es interpretar de la manera más fidedigna los deseos del compositor.  Cuántas veces soñé con un Beethoven enamorado de su Julietta Ricardi mientras componía el Claro de Luna.  O me imaginé en una Francia lúdica de la mano de Debussy,  o perdidamente enamorada como Chopin y George Sand mientras interpretaba los nocturnos.   Cómo desee ser Bach para no tener que estudiar los preludios a tres voces que eran un acertijo matemático.  Cómo temí mis exámenes,  más que a nada que haya hecho en mi vida hasta el día de hoy.

Todos estos años frente a mi piano,  sola en su mayoría, me enseñaron el poder de la música.  A él iba cuando me sentía sola,  desamparada en medio de una familia disfuncional que no iba ni para adelante ni para atrás.  Lejos estaba de comprender que mi capullo y mi piano eran una sola cosa y que fue él el que me salvó y resguardó incondicionalmente.   Mi música me salvó, mi maestra me inspiró un respeto y una devoción como nadie en ese entonces.  Cuando me mostraba una pieza y veía sus dedos fluidos,  relajados y sentía el profundo amor que sentía por la música,  era todo lo que necesitaba en mi cuerpo y mente de adolescente para continuar.  No sabía bien hacia adónde iba, pero sabía que iba acompañada por grandes maestros,  vibraciones sagradas y un ritual diario que me hacía sentir viva y segura,  aún en medio de tanta incertidumbre familiar.

La muerte temprana de mi maestra mientras yo sacaba mi segunda maestría en Derecho en Italia me rompió el corazón.  Regresé ufana por los méritos alcanzados a una Costa Rica donde ya no estaba a quién más deseaba volver a ver.  Desee con toda mi alma ser concertista,  sin embargo,  en mi familia el arte nunca ha sido apreciado así que a tan temprana edad opté por una carrera juiciosa pero muerta.  Intenté llevar el primer año de Derecho y el primero de piano,  pero me quebraron.  Imposible,  dijo mi maestra.  Y Mariela perdió ahí mismo un pedazo inmenso de su corazón.

Su muerte me dejó desamparada.  Intenté estudiar con otra gente pero no había química.  Intenté cambiar de estilo y explorar otros horizontes,  pero mis clásicos eran inimitables en mi corazón.  Así que con tristeza,  a mis veinticinco años y después de dar un concierto público de dos horas frente a un jurado muy selecto y ganar mi examen,   después de casi veinte años de mover mis dedos en las teclas diariamente,  cerré mi piano y lo dejé llenarse de polvo.  Vinieron más niños,  después vino el yoga y mi piano silencioso habitó mi casa como un fantasma pasado que se quedó mudo.  El el afán de la vida lo veía de vez en cuando y lo traveseaba sin mucho interés.  Me sentaba cuando acontecía algo que me dolía,  cuando estaba sola,  cuando estaba triste y sentí siempre un compañero leal,  siempre dispuesto a recibirme no importa en qué condición me encontrara.

Y esta semana que pasó volvió a sonar. 

No puedo describir con palabras lo que sentí cuando lo escuché de nuevo.  Las manos que con maestría lo tocaron todavía resuenan en mi corazón.  Mi piano revivió y con él,  una parte mía que quedó sepultada entre el día a día,  las obligaciones y el ajetreo.  Mientras escuchaba su dulce melodía,  sentía como si me estuvieran quitando una camisa de fuerza.  Sentía que mi propia música volvía a la vida.

Hoy,  mientras escribo esto ya planeo afinarlo,  desempolvarlo y amarlo.  Amarlo con todo el amor contenido en tantos años de tenerlo abandonado,  no por displicencia sino por simple vida que estaba sucediendo.  Comprendo que la vida me está abriendo espacios nuevos para volver a lo que amo.  No sabe mi amigo lo hondo que calaron sus dedos en mi alma.  Porque yo soy este instrumento:  soy esas teclas un poco desvencijadas y flojas,  esas cuerdas que claman por un diapasón,  esas felpas que necesitan calor.  Soy la música escondida entre los blancos y los negros,  la melodía inconclusa que siento cada instante de mi vida y el calderón sereno que me indica que puedo descansar.

En inglés,  los silencios se llaman "rest".  Así estoy:  en una meseta vital ojeando el horizonte,  dándole la bienvenida a las sorpresas lindas que me está regalando esta vida frágil,  sabia y misteriosa.  Soy ese piano que va a sonar tan bien dentro de pocos meses,  regalando su música a quién desee escucharla.  Entregándose en cuerpo y sangre sin dejarse nada adentro.

Porque somos música,  soy música...cada una de mis células en constante expansión y vibración. Y mientras respire,  sólo quiero vibrar de la forma más potente posible de la mano de esos amigos incondicionales que nunca se van...

cómo él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.