miércoles, 3 de julio de 2013

Meditaciones de sofá

Hoy me despierto a las 4 am.  Inútil dormirme de nuevo.

Todos duermen,  la casa está en silencio. A esta hora de la mañana,  con sólo los pajaritos de compañía,  siento mi mente fresca y clara.

Decido escribir un par de correos fijando límites y siendo totalmente honesta conmigo misma.  Manda que todavía a estas alturas del partido haya una parte mía que quiere quedar bien con otras personas,  aún a costa de mi verdad.

Siento un gran alivio al escribirlos.  Me doy cuenta de que en esta etapa de mi vida necesito sentir una real motivación para hacer las cosas.  Sólo así me muevo.  Dejé atrás los compromisos,  las negociaciones: actúo sólo si mi corazón dice sí.  A veces siento que es una desventaja,  pero confirmo que me siento bien cuando lo hago.  En mi camino de yogi experimental,   el buen sentimiento es una brújula que hay que seguir.

El cielo se llena de colores,  puedo verlo a través de mi ventana.  Estoy sentada en la parte preferida de mi casa,  el segundo piso en el sofá.  Hace un año exactamente,  me tocó vivir tres meses sola.  Fue una época tumultuosa en mi vida y este lugar se convirtió en mi santuario.  Aquí lloré,  escribí,  medité,  descansé.  aquí pensé qué iba a hacer con mi vida y me replantee innumerables noches si valía la pena seguir el mismo sendero hasta entonces.

Tengo que confesar que no llegué a ninguna conclusión muy clara.  Pero la verdad,  me sentí muy bien esos tres meses sola.  Sentí que tenía tiempo para mí,  que podía tomar mis consideraciones vitales sin tanto ruido en el tapete.  Lloraba de día y de noche,  ni siquiera la ausencia de nadie.  Lloraba porque una vez más,  Dios me mostraba que mis planes eran de papel y la Vida tomaba las riendas mostrándome otra cosa.

Creo que lo más valioso de ese tiempo sola-  después de muchos años de estar emparejada,  para ser exactos 22 años con tres distintas parejas-  fue retomarme y reconocerme como un ser independiente.  Creo que a muchas mujeres nos pasa que amamos demasiado.  Creemos que estar con alguien es estar simbióticamente conectados a otro ser,   emocionalmente drenados y kármicamente condenados.

Llamo a este tipo de relación amor ilusorio.  Ese que duele cuando el otro se sale de nuestras expectativas y nosotros de las del otro.  Ese que nunca está satisfecho,  que siempre encuentra falta.    Los primeros cinco años generalmente están llenos de ilusión-  palabra perfecta.  Proyecciones,  hormonas y sueños.  Y luego empezamos a despertar.  Me ha tocado despertar muchas veces del sueño del príncipe azul.  Y no es nadie allá afuera quién nos puede llenar el alma.

De hecho, muchos de mis maestros apuntan a que el amor ilusorio es uno de esos desvíos más graves del camino y puede echar al traste nuestras aspiraciones espirituales.  Hay demasiado drama y emocionalidad involucrados.  Para ser aspirantes a la Luz,  necesitamos enfoque y guía.  Necesitamos dirigir nuestra intención en la dirección correcta: hacia arriba,  otros decimos hacia adentro.

Hacia lo Transcendente,  Permanente,  lo que no muta ni desaparece.  Aquello de lo que cuesta mucho hablar y las palabras no tocan.  Nuestra profundidad.  Nuestro Ser.  Y cuando hay mucho ruido en el mundo externo,  llámese retos materiales,  corazones cerrados y miedos regados por el suelo,  cuesta mucho enfocarse.

Esta hora de la mañana tiene la magia de recordarme lo que es importante.  La mente relajada después de su dosis de sueños amanece con una frescura ideal para reflexionar sobre los temas grandes.  El arrullo de los pajaritos,  la brisa de la mañana y los colores del cielo me invitan a ese lugar.

Y en ese lugar, siempre estoy bien.  Siempre estoy feliz.

A echarle aguita cada día.  A no perderme en lo no importante.  Mi querido sofá me espera diariamente.  A no fallarle.

A no fallarme.


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