jueves, 21 de noviembre de 2013

Mi vieja soledad

Y mi vieja soledad
Esa que yo llamaba una eterna madre
se desbordó en bandadas de pájaros alegres.

...

Hace veintidós años estaba con una panza de nueve meses que ya no sabía dónde acomodar.  Era mi segundo bebé y lo esperaba emocionada.  En aquellos tiempos no era costumbre averiguar el género del bebé antes de que naciera.  No.  Uno esperaba.  Recibía la sorpresa.  Soñaba.  Especulaba.

Todos me decían que iba a tener otro varón.  Que mi panza estaba muy arriba...o muy adelante.  O no sé qué más cosas.  A mis veinticuatro años,  la verdad es que yo estaba feliz con lo que fuera.  Pero jamás me imaginé la conmoción interna que esta criatura me traería.

Ese 22 de noviembre nos levantamos tranquilos,  desayunamos y fuimos a dejar a nuestro primogénito donde los abuelos.  Llegué a la clínica tranquila:  ya sabía lo que venía.  Todo sucedió rápidamente,  en mucha armonía.  Recuerdo los gritos del papá:  "Una chiquita!! La pegamos!!"  Recuerdo una rosita recién nacida,  el rostro más dulce y angelical que he visto en mi vida.

Y recuerdo mi shock.

Mi karma en esta vida me ha dado mucho pero también me ha quitado mucho.  Uno de esos baches existenciales ha sido la relación con mi madre biológica.  La llamo así porque mi verdadera madre fue mi abuela materna,  la conexión de almas,  mi protectora.  Incluso hasta hoy.  Pero mi madre biológica es un alma con mucho karma que no pudo manejar sin dañar a sus hijos.

Tener a esa bebé entre mis brazos me conectó de inmediato a la posibilidad de repetir esa triste historia: cómo no dañarla?  cómo cuidarla y protegerla?  cómo ser su escudo?  cómo no preocuparme por ella de día y de noche?

Recuerdo que veía su hermosura y me preguntaba si yo era realmente su mamá.

Pasaron muchos años antes de que pudiera salir de ese entumecimiento existencial.  Tenía demasiado miedo a fallarle como me fallaron a mí.  A no ser lo que ella necesitaba para mostrar su fuerza al mundo.  Tenía miedo de transmitirle el miedo a ser mujer con que yo crecí.  No podía repetirse la historia.

Lejos estaba de anticipar- en esos tiempos de juventud-,  que mi propio camino espiritual abriría de par en par las heridas que me separaban en ese entonces de mi bebé.  Que necesitaba todavía pasar por el infierno y el fuego de la transformación para poder ser su madre de corazón.  Que en ese entonces el panorama estaba todavía demasiado oscuro para mí para poder comprender lo que significaba ser madre de una niña que yo creía frágil e indefensa- como lo había sido yo.

Y me enviaron precisamente a la hija que rompe todos los moldes.  Desde pequeña,  sus dotes artísticos se mostraron impecables:  guardé por muchos años sus pinturas de la escuela,  retratos vívidos de todos los miembros de la familia y en las zapatillas de ballet que iban creciendo año tras año aprendí a reconocer un alma que no se rendía,  que traía una fuerza apabullante.  Genuina fuerza que yo deseaba tener y que todavía luchaba por encontrar dentro de mí.

Mi hija,  mi oscura compañera de lides internas, mi espejo.   Mientras crecíamos juntas-  ella hacia arriba y yo hacia adentro-,  fue mi punto de referencia para intentar no repetir patrones viejos.  No lo logré.  Los repetí,  los reafirmé con dolor y separación hasta que comprendí que sólo estaba huyendo de mí misma refugiándome en lo dolorosamente conocido.  Y su presencia,  igual que la de sus hermanos,  fue la única razón por la cuál decidí levar anclas y aventurarme al mar desconocido de mi propia selva interna.

Sin estos faros guías,  estrellas brillantes,  almas sabias,  yo misma no hubiera nunca tenido la fuerza de sostenerme.  Sin ellos,  hace tiempo habría desistido.  Pero no tenía opción.  Sabía que mi hundimiento sería también el suyo.  Mi cobardía su excusa inconsciente para no darlo todo.

No sé si he logrado algo.  Sólo sé que esto de despertar es un paso diario que muchas veces se siente como tres en reversa.  Sí sé algo y puedo compartirlo desde mi corazón:  lo que yo siento por mi hija mi madre nunca lo sintió por mí.  Un amor inmenso, una admiración perenne y una complicidad de almas que se apoyan para lanzarse al vacío.  Con mucho miedo pero con la seguridad que da el espíritu de que la otra opción es morir.  Sangrar no importa,  tampoco caer.  Porque intentar volar es el nombre de esta quimera.

Mientras escribo,  pienso en este ser que pinta en algún lugar de Canadá a doce grados bajo cero.  Ser auténticamente uno mismo es proeza de unos pocos.  La médula interna del alma conmueve los cimientos hasta casi destrozarlos... para finalmente destrozarlos:  y ahí es donde sucede el milagro.  Si logramos sostenernos y no huir.

Si encontramos suficiente amor para no abandonar.

El amor sigue creciendo,  a pesar de las distancias y los obstáculos.  De madre e hija se transfunde a seis varones,  gigantes en crecimiento,  protectores de esta sangre.  Y se multiplicará en mil bandadas de pájaros alegres.

Porque mi vieja soledad,  esa vieja soledad que me tuvo tanto tiempo congelada,   esa soledad que por tanto tiempo consideré mi única madre,  se ha desbordado.

Y así será, ahora lo sé,  por muchas más generaciones por venir.




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