martes, 27 de diciembre de 2011

El yoga del householder: de ashrams y renunciantes

Hoy,  un día movido:  pintamos el Estudio.  Esto significa necesariamente mover todo,  limpiar, desempolvar,  sacar,  botar,  contemplar y finalmente,  reordenar.  Se siente ya la entrada del nuevo año.  Entre mandados,  empacada y babies,  sacamos un rato para ir a la montaña con los dos más grandes.  Theo  va muy asustado,  la cuesta es empinada. Gael pregunta a cada rato si ya empezamos a subir.  Arriba,  la ciudad se ve pequeñita y el sonido del viento invita al silencio interior.  Caminamos y aparecen unas vacas, Theo inmediatamente llora para que lo alcemos.  Gael va tranquilo,  aún ante un perro que se asoma a saludarnos.  Vemos caballos,  un corral,  árboles de mandarina y otros llenos de campanitas amarillas.  El atardecer es majestuoso.  Los tonos de rosado y naranja destacan aún más el azul de las montañas.  Todo se siente tan tranquilo...y sólo deseo estar ya de regreso para traérmelos de nuevo a la "Montaña de Papi" y estar todos juntos de nuevo...
El Yoga que practico no me pide que me vaya a internar en un ashram (lugar de recogimiento), sino que aplique lo que realizo en mi vida de hogar,  de familia,  de trabajo.  Es el Yoga del Padre y Madre de Familia.  No hay que irse a los Himalayas a vivir e iluminarse,  sino que cada acción diario,  cada perla de la rutina, es un instante sagrado.  Lo que pasa es que a veces cuesta mantenerse despierto ante tantas demandas.  Una parte de mí desea sólo check out cuando los tres bebés lloran,  pierdo la paciencia y absurdamente,  evado la oportunidad de iluminación.
Leo en mi libro de India que cualquier lugar donde gente con una mentalidad parecida se unan para explorar la espiritualidad puede llamarse un ashram.  Me gusta esta definición.  Mi hogar puede ser un ashram,  el Estudio es de hecho ya un ashram.   Dice el libro que un ashram se establece cuando un guru se queda en un sólo lugar y los discípulos se congregan a su alrededor:  todo cobra sentido.  Mis bebés son mis gurúes,  aquellos que llevan de la oscuridad a la luz,  aquellos que me enseñan el valor del servicio desinteresado.  En medio de tanto ajetreo,  aprecio enormemente el regalo de poder salirme de mí misma,  de soltar un poco mi egocentrismo y dar,  dar simplemente por amor. El amor más grande que he sentido en mi vida.  
Los ashrams tienen códigos de conducta,  sigue el libro.  Sí,  lo entiendo muy bien: " Por favor,  entendéme cuando te hablo entre balbuceos",  "Cuando tenga hambre,  dáme algo que me guste y que disfrute",   "Cuando tenga sueño,  rascáme la espalda y hacéme masajito",   "Cuando simplemente no sé que tengo,  abrazáme".  El día transcurre con mi intuición despierta para leer sus señales, a veces sin palabras. Y todo lo vale cuando Theo me hace ojitos,  cuando Gael me dice que "te voy a hacer tanta tanta falta",  o Matías se me acurruca para que lo duerma.   Las reglas de los ashrams en India incluyen bañarse a diario-la cumplimos,  incluso varias veces-,  abstenerse de tabaco,  alcohol,  ajos y cebollas-  no nos gustan de todas formas,  preferimos las uvas,  el aguacate y la sopa de letras-.  La mayoría de la gente en los ashrams en ese país se visten de blanco.  Aquí,  la pureza e inocencia de estas almitas les permite vestirse de colores y tal vez,  contagiar a los papás y a todos aquellos que quieran estar cerca de ellos de esa Luz...aunque sea por ratitos.
Medito sobre el profundo privilegio que significa tenerlos cerca.  Y la bondad de la Vida de hacerme canal de semejantes seres.  Ya los tres duermen,  la casa está en silencio y puedo escuchar los alisios tardíos soplando con fuerza.  Todo está en paz.  Los maestros están en casa.

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