lunes, 1 de abril de 2019

Flor de Amor





Hoy es primero de abril.

La primavera es la época del año donde el sol sale de nuevo,  los árboles se regeneran y las temperaturas suben.  Me muevo con las estaciones.  Siento como los meses de invierno,  fríos y violentamente sanadores,  volcada por completo en un proceso salvaje de aceptación y entrega a un dolor lacerante,  comienzan a dar sus pequeños frutos.

Y en este caleidoscopio de meditaciones y cambios, reflexiono hoy sobre una presencia importante en mi vida.

Nací y viví en una cultura machista.  Sufrí los embates del patriarcado desde muy tierna edad. El hombre tenía la última palabra y la mujer tenía que someterse- o exponerse al agravio social,  a que se le etiquetara como "loca" o " desequilibrada" y a vivir una vida de infelicidad obligada. 

Vi desde pequeña a la mayoría de mis mujeres vivir con sonrisas a media asta,  con corazones llenos de heridas y un reclamo silencioso ante las injusticias sin derecho a decir nada.

Pero desde mi mente de niña,  hubo alguien que me enseñó a sonreír.

Mi tía Flor.

Mi tía vivía lejos de San José y por lo tanto y ahora lo comprendo de grande,  estaba fuera de toda la "societé" josefina y su hipocresía.   Una mujer hermosa, valiente y honesta.  Ir de visita a su casa en San Isidro de El General era un alegría que iluminó mi niñez.  Creo que los momentos más felices de mi infancia los viví en su casa,  en su patio,  en un ambiente de armonía,  risas y mucho amor.

Su esposo,  mi Tío Miguel,  un hombre amoroso y relajado. 

Alguien que ahora veo con los ojos de madurez como un sabio,  un ser que era amable con todos.   Mis primos,  más cercanos en esa época que mis propios hermanos,  cómplices de paseos y aventuras.   Los amigos,  la pandilla,  los juegos,  las simples cosas que recuerdo como sol en mis días nublados de vuelta en mi casa en San José.  

Todo  se siente como si hubiera sido ayer.

Jugábamos,  reíamos, veíamos películas,  nadábamos en playas y ríos limpios en medio de montañas amorosas.   Los primos de sus primos llegaron a ser buenos amigos y ya en la adolescencia,  uno de sus amigos mi novio.  Cine,  fiestas inocentes y crecer en una época donde todavía éramos libres de la tecnología y capaces de ser nosotros mismos. 

La casa de mi tía siempre fue un oasis,  un lugar donde me sentí bienvenida y amada.  El piano en su casa mi primer contacto con la música,  una pasión que se desarrollaría y me llenaría el alma hasta la fecha.

Crecimos y seguimos nuestras vidas pero cada vez que la ví,  su amor era sincero y su sonrisa y abrazo un regalo.  Una mujer inteligente y sensible y también una maestra dedicada.  Vi en ella,  al igual que en mi madre y mis tías, mujeres que estudiaron y optaron por hacernos puente a nosotras la siguiente generación.  Mis primas,  mi hermana y yo sabíamos que no podíamos cruzarnos de brazos ante el panorama y era imperativo cultivarnos para alcanzar nuestro máximo potencial.

Cada uno siguió su camino y el mío me llevó a muchos lugares y gentes.  Pero siempre llevo a mi querida tía Flor en mi corazón,  al igual que a mi abuela paterna, tal vez por ser una espejo de la otra.  Una se movió,  estudió,  crió a sus hijos e hizo su vida con valentía.  La otra sucumbió a los dictados de un patriarcado que laceró sus huesos y la mantuvo atada a una cocina infame.  La mejor cocinera que he conocido,  de esto no tengo la menor duda,  pero me hubiera gustado mucho más sentarme con ella a hablar de sus sueños perdidos y los anhelos de su corazón.

Nunca lo hice porque yo misma todavía estaba muy joven cuando murió y no había encontrado los míos. Ni siquiera sabía qué eran.  Seguía como robot los dictados de una sociedad que me pedía excelencia académica, belleza e inteligencia pero a la vez me sometía a una estructura que no me dejaba respirar.  


Me pedía hacerme de la vista gorda ante las atrocidades cometidas a mi alrededor.  

Me pedía silencio y parsimonia antes las acciones de personas inconscientes que estaban llevándose  lo que más amaba por delante.

Me pedía hacer oídos sordos a los reclamos y gritos ahogados de aquellas que se revolcaban internamente hasta producir cánceres de todo tipo en sus violentados cuerpos.


Algunas mujeres nacimos para ser causa.  Otras nacen para ser efecto.  Las que somos causa, cada una en nuestra área,  podemos convertirnos en un maremoto si las circunstancias lo ameritan.  Cada mujer lleva por dentro la fuerza de la tierra,  el ímpetu del agua y el fuego de su inteligencia.  Nada de esto muere, pero se duerme.  Hay mujeres en mi linaje me han enseñado sobre la sumisión y el silencio, pero otras también sobre la dulzura y el amor.  Cada una de ellas es mi heroína a su manera.  Hicieron lo que pudieron con el conocimiento que tenían en su momento.

Pero he de admitir que admiro mucho más a las que se sobrepusieron al sistema e intentaron ser agentes. 

Mí tía me inspira y hoy,  como la flor que es,  lucha por brillar con todas sus fuerzas.  Todos los que la amamos sabemos que todo tiene su tiempo.  Pero su huella es la de una vida bien vivida, una vida que ha llenado de amor a otros y abierto muchos corazones. 

Como mujeres,  reclamar nuestra alma implica destruir lo que no somos y reconstruirnos lejos de las estructuras impuestas por una cultura inconsciente. El doblarnos hacia algo que no somos aniquila nuestro poder personal y nos vuelve cómplices de nuestra propia extinción. 

El descuido de nuestras necesidades vitales, el enterrarnos en vida siguiendo la domesticación, incomprendidas e lncluso exiliadas, es el inicio de nuestra relación fundamental y esencial: el descubrimiento de nuestra verdad personal. 

Llega después de momentos de profunda belleza y pérdidas masivas. 

Llega cuando nos encontramos tan agitadas, convulsas y en soledad que bajamos nuestras defensas. 

Nos toca cuando comprendemos que no podemos dar paso atrás y ser una vez más presa de más depredadores.


Ya muchas caminamos con múltiples cicatrices,  mordiscos en el cuello,  sogas marcadas en las muñecas y moretones en la espalda,  todos trofeos indelebles de nuestra lucha por ser quién nacimos para ser.

Todas sabemos instintivamente cuando algo debe morir y algo debe vivir; cómo caminar esta vida y hacia adónde; con quién compartirnos y de quién alejarnos. Ese oráculo interno nos sugiere hacia adónde vibrar y cuando apagar la luz. 

Todas sabremos exactamente cuándo ha llegado nuestro tiempo y cuando estaremos listas para soltar esta vida con amor. Esa voz interna nos reafirma que nos cuidan y aman siempre. 

Incondicionalmente.  

Mi querida tía fue una voz en mi infancia que me invitó a vivir la vida con alegría y fe.  Fue esa presencia femenina que me impulsó a ir con hidalguía hacia mi máximo potencial sintiéndome merecedora y potente.  Su abrazo incondicional y su visión de una vida en armonía las llevaré siempre como luces en mi corazón. 

Fue su tenacidad y ejemplo la que me ofreció una dimensión de mujer que me gustaría emular cuando fuera grande.


Gracias por tu amor siempre. No sabes lo importante que has sido para mí tenerte cerca. 

Las flores nunca se extinguen.  Su aroma perdura para siempre.



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