lunes, 1 de agosto de 2016

Heridas invisibles

Muchos sufren de molestias y enfermedades físicas.  Otros llevamos cicatrices por dentro que no se ven a simple vista pero que duelen y sangran igual de vez en cuando.

Toma un detonante,  un gatillo, una acción que asemeja a esa que nos rompió el corazón.  Una mentira,  un malentendido,  una comunicación poco clara y zas!...de nuevo estamos en ese lugar de miedo,  catapultados a un pasado que parece no haberse ido nunca.  El corazón se rompe de nuevo en mil pedazos y parece que no hemos avanzado nada.

Y de hecho es así.  Congelados en un lugar sin tiempo ni forma,  atrapados en un instante que no es pero al mismo tiempo toma todo y nos hunde.

La mente inconsciente guarda en sus anaqueles todo lo que hemos vivido desde el vientre de nuestra madre.  Si mamá estaba triste,  sola y desamparada,  bebé siente.  Si mamá estaba feliz, acompañada y amada,  bebé siente.  Sé de mi propia experiencia que el embarazo de mi madre fue sumamente difícil para ella:  siendo yo su primer bebé,  tuvo que regresarse a Costa Rica desde Francia a regañadientes.  El invierno fue la excusa que puso mi padre para devolverla y le tocó parir sola sin su marido por primera vez.

No puedo imaginar su tristeza.

Conocí a mi padre hasta que tenía 6 meses de edad.  No recuerdo nada pero sí sé que llevo en mí un sentimiento de abandono muy primario,  visceral diría.  Me encargué yo solita de reavivarlo con mis parejas.  Las almas inconscientemente buscamos la sanación y no hay más salida que buscar gatillos que saquen lo que hay y comprender con mucha compasión que todo sigue ahí.  El abandono en particular ha sido mi tema de vida. Nunca he confiado en que haya alguien ahí afuera. Será por eso que me lancé con todas mis fuerzas a  mi búsqueda espiritual,  anhelando encontrar algo más que otro simple ser humano tan lleno de miedos como yo en quién confiar.

He ahí la raíz de mi rabiosa búsqueda.

Saber que existe un Algo aquí adentro y por doquier me llena de profunda paz.  Las numerosas experiencias en India y con maestros llenos de gracia y bondad  me confirman que no estoy sola y son mi ancla cuando de nuevo siento el ácido de la herida en mi vida cotidiana.  Sé que es una herida tan profunda y  vasta,  mucho más que el issue en cuestión e igual a la que han sentido miles de seres humanos cuando realizan su separación de Dios en este plano material.  Sé que para mí es perfecta esta herida porque inmediatamente me remite al panorama más grande y me permite salirme del paradigma insulso de las relaciones y su incomprensible dinámica- si lo comparo con la Presencia.

Esa Presencia,  sólo Ella me permite,  aunque sea por unos instantes,  relajarme sabiendo que estoy en manos de una energía que es profundamente amorosa e incondicional,  que nunca me juzga a pesar de mis muchos miedos e inseguridades y que sólo me pide que sea yo misma para amarme sin reservas.

En los momentos de mayor soledad y desaliento es cuando más siento a Dios.  Es en esos instantes de desazón por la cualidad innata de impermanencia en todas mis experiencias,  es ahí que desciendo a un lugar donde no hay dolor ni miedo y donde sé que mi alma respira con libertad y desenfado.  Es sólo ahí que puedo decir que vale la pena vivir.  El resto en la superficie muta irremediablemente y el panorama es grotesco cuando me identifico con los ires y venires de mi propia mente,  sus caminos trillados y sus limitaciones.

Esta mente que aúlla,  gime y maldice.  Maldice tanto dolor,  mentiras y manipulaciones de la gente, en las relaciones y en el entorno.  Reacciona ante tanta violencia,  cercana y lejana.  Pide un break y el sólo break viene al dejarme caer en el centro de ese dolor inmenso que significa estar despiertos.

Despertar es sólo para aquellos que sabemos que no hay lugar donde guarecernos de las tempestades del Maya.  Estamos condenados a una vida de desconcierto y desilusión hasta que comprendemos que las cosas son así precisamente para que algunos de nosotros toquemos fondo y no tengamos más remedio que propulsarnos hacia el vacío y plenitud de nuestro propio Ser.  Sólo ahí encontraremos la libertad y realización que siempre hemos buscado.


Veo a mi alrededor tantos ejemplos de sufrimiento.  Seres cercanos y amados,  incluyéndome por supuesto.   Veo como esa fuerza destructiva y nihilista se empeña en separar,  crear fricción, introducir oscuridad a través de drogas y alcohol,  dañar amores,  segmentar a través de omisiones y mentiras,  crear caos.  Veo sus garras a través de la ambición de la gente,  de la inconsciencia y la violencia perenne. La veo en acción en gente que alguna vez consideré seria: pero ni los más serios están a salvo.  La veo en mi familia,  en mis amigos y en mis relaciones cercanas.  Siento una impotencia y un dolor tan vasto de no poder hacer nada más que rezar y pedir por una tregua.  Busco ayuda en mis amigos,  esos que también están dando una lucha quimérica por algo que hemos sentido,  un sostén que hemos encontrado y que a menudo se esconde entre tanta basura.

Intento no darme por vencida ante un  paradigma tan violento y sin sentido. Vivo en un reino de terror donde la mentira y el engaño son las reglas.  La hegemonía de la negación y la enajenación llevan las riendas de un mundo que muere asfixiado en un materialismo atroz y sus consecuencias.

En una noche como esta escucho la voz de mis maestros,  tomo mis libros y rezo en voz alta.  Las pesadillas tienen una manera de hacerse realidad en este mundo tergiversado y sé que la única salida es poner todo en manos de la única Fuerza que supera lo absurdo.

Y de la herida abierta mana un pequeño hilo de paz que es la respuesta que ya conozco,  la voz que me alivia por dentro porque sé que toda contracción llega para recordarme lo efímero de todo lo que vivo y la necesidad imperante de no perder nunca,  por más difícil que se ponga la cosa,  mi norte.


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