lunes, 24 de octubre de 2016

Sorbo a sorbo Buenos Aires

Entre los placeres adquiridos en esta vida,  viajar es uno de mis preferidos.  He tenido el gran privilegio de tomar muchos aviones en los últimos tres años:  mi vida se abrió a un arco iris de invitaciones cuando tuve la entereza de dejar ir lo que me restringía,  todas ideas mías sobre cómo tenía que comportarme y cómo debía llenar expectativas ajenas.

Dicen los expertos que el consumo ha alcanzado su límite y el materialismo podría estar perdiendo terreno porque los consumidores empezamos a elegir las experiencias sobre los objetos.  Los minimalistas estamos cada vez más insatisfechos con consumir y la renuncia a poseer nos aliviana. Tener menos cosas nos hace más felices y la alegría de la frugalidad nos impulsa.  Los objetos los conservamos sólo si nos traen felicidad: el resto se va.  Y esta simplicidad crea espacio:  las experiencias que perduran se prefieren al placer de consumir instantáneo.

Tomar un avión nos renueva.

Desde el instante en que despegamos del suelo algo en mí se activa. Regreso nueva después de cada aventura,  renovada y agradecida.  Mi país,  mi hogar,  me recibe amorosamente y puede ver todo con una nueva visión.  Los seres amados mutan y los puedo abrazar con infinita gratitud porque sé que el presente es lo único que tenemos en esta vida frágil e impredecible.

He aprendido a abrazar con todo porque puede ser ese nuestro último abrazo.

He aprendido a escuchar,  a escucharme,  a no comprometer mi verdad y a nutrirme de perspectivas nuevas,  de gente increíble y de lugares míticos que nunca creí llegar a conocer.

Y la vida me trae más y más...y más.

Estoy infinitamente agradecida de regresar a Buenos Aires.  Argentina completa tiene para mi un fascino inexplicable.  Su gente es sumamente inteligente y perceptiva y todo el país respira un je ne sais quoi.  Todos los conceptos contraídos en mi crianza sobre los argentinos y porteños en especial caen como moscas:  sólo he conocido gente sensible,  perspicaz y creativa.

Buenos Aires me da ganas de sentarme en un café a ver pasar gente,  disfrutar una tarde entera leyendo un libro,  pidiendo cafés enarbolados de leche condensada (mis preferidos) o simplemente mirar la ciudad por la ventana.  El maridaje perfecto entre la introspección solitaria y el intercambio social.   Quiero comerme de nuevo una medialuna,  recorrer de nuevo las librerías,  sentir la nostalgia de la Belle Epoque en cada rincón.

Me esperan seres de corazón grande y mentes abiertas.  Me esperan amigos queridos:  escritores, cineastas,  actores,  meditadores,  genios todos como ellos mismos dicen.  Vuelvo la mirada atrás y en cada recorrido he crecido: recuerdo Tortoni con sus lámparas art-nouveau,  la caja registradora original,  los coloridos vitrales y las mesas de roble y mármol.  Recuerdo a mi amigo leyéndome poesía mientras me pellizcaba yo misma todavía impactada de estar ahí después de caminar desde la Plaza de Mayo por las aceras anchas.

Pensar que ahí estuvieron Rubinstein,  Lorca,  Gardel, Borges...me parece escuchar el sonido del tango al fondo y saborear el café de paradigma.  Recoleta,  Puerto Madero,  el Teatro Colón,  los bosques de Palermo,  San Telmo,  el Obelisco,  la Plaza San Martín...y en su seno,  un shala cálido lleno de almas por conocer.

Mi viaje al sur me lleva de nuevo a lugares donde he amado la vida.

La única brújula recomendada y posible.






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