domingo, 19 de abril de 2015

Danza

Pasé un fin de semana en compañía de siete mujeres,  cada una de ellas un ejemplo extraordinario de fuerza y resiliencia.

Viajamos a un lugar en mi tierra que llamo mi paraíso personal.  Un lugar mágico,  un universo paralelo lejano a la ciudad,  rodeado de verde vegetación y un mar turquesa y esmeralda que refleja el cielo y las nubes.  Viajé al lugar donde quiero vivir muy pronto y que ya tengo plasmado en mi agenda de vida.

Soy tan afortunada que este lugar quede en mi país.  Miles de turistas vienen de todas partes del mundo a recibir el aire húmedo,  la tierra fértil y los olores a lluvia y cacao de esta tierra santa.   La población negra le da al lugar un feeling de relajación y sabor.  La arquitectura es sencilla con pocas excepciones:  casas camufladas en la selva que apenas alteran el paisaje.

Cocos,  patis,  plantintá, rice and beans...

Los rostros de mis siete mujeres atravesaron todo tipo de emociones en el viaje.  Emociones detonadas por un bus de varias horas atravesando mi pequeño país hasta la perspectiva de un escorpión en la cama o de hormigas rojas que se internan en la piel y permanecen invisibles.  La plenitud de la suave piel de un perezoso,  la caricia del mar y el agua fresca de un océano infinito.

Una de ellas hizo body surf sin saber nadar:  cualidades escondidas saliendo a la luz.  Otras anduvimos en bicicleta intensamente hasta que las piernas nos dolieron a más no poder.   Cantamos,   fumamos la pipa de una ceremonia de paz y luz.  Una abuela Lakota nos inspiró a enviar nuestras plegarias con el humo sagrado y a encontrar el balance entre nuestro yin y nuestro yan.  Nos habló de una cruz al norte que tiene su extremo sur exactamente en Costa Rica y de la profecía del cóndor y el águila que incluyen este lugar de ensueño en sus enseñanzas desde hace muchos años.

El sonido de los grillos nos arrulló al anochecer.  Las chicharras y los monos congos nos dieron la bienvenida.  La lluvia nos sorprendió dormidas en medio de la madrugada y amanecimos a una tierra fresca y olorosa a vida en este amado Caribe costarricense.  La vibra del lugar empezó a calar poco a poco en nuestras mentes citadinas,  desordenadas y caóticas.  Las mentes que piden en vez de dar,  que critican en vez de solucionar,  que se separan olvidando que somos la tierra misma,  el océano y el amor encarnados,  todas retazos de un todo indispensable.

Todas hermanas.

Los viejos rollos mentales amenazaron por unas horas el barco.  La ilusión tiene una forma de esparcirse como un virus e intentar sabotear cualquier intento de luz.  A mí misma me costó muchísimo estar presente con procesos personales muy dolorosos que amenazaron con sabotear el viaje interno y externo.  Pero la Luz siempre prevalece.  Dios nos manda ángeles cada día para cuidarnos y darnos seguridad de que estamos en el camino correcto.

Estas mujeres regresamos todas transformadas.  Cada una  vivió en tres días una muerte y un renacimiento.  Sucede así en cada viaje que hago a este mágico lugar.  Me voy una y regreso otra:  más clara sobre las prioridades,  sin tanto rollo mental,  abierta y agradecida de poder sentir tanto amor en mi corazón simplemente porque sí.   Entiendo las palabras de mi maestro:  todo es Dios.  Todo es amor para mí después de Puerto Viejo.

La noche del viernes fuimos a bailar.  Tenía mucho tiempo de no entregarme a la música en meditación.  Bailé y bailé hasta que me dolieron los pies.  Había una negra divina moviendo sus caderas de la forma en que sólo ellas saben:  llegó su negro amoroso y su danza me cautivó.  Comprendí en ese momento que esta danza entre luz y oscuridad fluctúa en nuestro interior y que colocarnos en lugares bellos ayuda a conectarnos más fácilmente con quién somos. La ciudad es un virus.  El sistema también.  Trato de recordar los días lejanos en que me sentí a gusto en el tráfico o disfruté de los entretenimientos banales de un lugar sobrepoblado:  ya no puedo.  Ya no son parte de mi realidad. Me cierro,  me lleno de temores.  Me asusto y pienso demasiado.  Pero luego,  siguiendo mi intuición y esa voz que me salva siempre,  parto y regreso con mi ser renovado.

Las siete lobas y el Caribe me dieron hoy un regalo inmenso:  en mi práctica de yoga hay una secuencia que amaba y que tuve que soltar a raíz de mis tres últimos embarazos.  Es un secuencia que me trae una gran alegría.  Ocho años sin lograrla.  Hoy que practicamos juntas,  abrazadas por las mariposas,  el canto lejano de un pavo real y los jilgueros,  pude lograrla sola sin esperarla.  Me inspiró la fuerza de estas mujeres de todas las edades y formas,  de muchos países y pasados,  con dolores inmensos en sus corazones y que a pesar de todo,  se atreven.  Me inspiró su ternura, su complicidad, su inmenso deseo de libertad.  Pulsé con sus lágrimas y sus sonrisas y me conmovió verlas ayudándose y apoyándose incondicionalmente.

Me dí cuenta que es un regalo estar en este cuerpo de mujer y que finalmente puedo relajarme sabiendo que todo lo que es para mí va a llegar a su debido tiempo.   Que mi fuerza viene de la máxima vulnerabilidad y que estoy cuidada y protegida por mis guardianes a cada momento.

Soy tan afortunada de dar mis pasos en la mejor compañía. Camino descalza entre palmeras y ranitas esmeralda en busca de ese océano que me llama y que ya escucho cada noche desde mi cama en la ciudad.

Pronto,  mi mar... 

muy pronto.


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