lunes, 16 de marzo de 2015

La cola de la ballena

En el sur de Costa Rica varios kilómetros de playa nos dan la bienvenida.  Llegamos a un parque nacional donde habita el arrecife de coral más grande en la costa pacífica de América Central y que han nombrado  Marino Ballena por ser uno de los lugares preferidos de estos mamíferos para aparearse y dar a luz. 
Llegamos a mediodía bajo un sol incandescente.  El paisaje me deja perpleja:  las montañas azules y verdes descienden hasta una playa con forma de cola de ballena.  La marea baja va despejando el montículo y veo como se dibuja perfecta.  Muchos turistas llegan de todas partes del mundo:  escucho hablar inglés,  francés,  alemán e italiano.  Me doy cuenta de lo afortunada que soy de vivir en este paraíso.
Toda mi vida fui entrenada para tener una vida "limpia y pulcra".  Ser la mejor de mi clase,  las mejores notas,  la que iba bien peinada y con las uñas cortas.  Mis enaguas nunca fueron de ruedo recogido ni usé maquillaje en el colegio.  Directamente iba de mis escuela al Conservatorio por muchos años,  los libros seguidos por horas frente al piano.
Creí que seguir este orden  de alguna forma me resguardaría de los dolores y sinsabores de la vida. Cuán equivocada estaba.  Como a todos, surqué los mares tempestuosos y dolores viscerales añorando un sostén que desconocía.  Fui como esa ballena que anhela un lugar para aparearse y darle la bienvenida a su retoño sin interrupciones ni violencia.  Pero aunque el anhelo estaba,  no sabía cómo vivir.
Mi mente recuerda esos días de confusión como un eterno devenir entre deseo,  satisfacción efímera y más deseo.  Luego arrepentimiento.  Luego más confusión.  El mar de mi mente estaba dominado por un sinnúmero de temores y anhelos que no lograba plasmar.  Sabía que había algo para mí en esta vida,  pero no sabía hacia adonde apuntar. Apunté a los idiomas,  a la literatura,  al arte,  a la maternidad y al ejercicio.  
Soluciones parciales a una tema infinito.    Intentos banales ante un grito ahogado del alma.
Aprendí a controlar mi entorno pensando que así podía controlar mis sentimientos.  Odiaba los imprevistos.  Deseaba las menores variables posibles.
Este fin de semana,  en el entorno salvaje e imprevisible de mi querida jungla costarricense,  aprendí que está bien que una iguana le brinque a uno encima,  que la ola que me revuelca sólo me sacude un poco ese miedo perenne y que los lugares mágicos existen más allá de mi vida citadina.  Aprendí que la selva permite que el sol atraviese los árboles para hacer nacer las semillas más escondidas y que Dios es tan grande que nos regala playas con formas de ballena simplemente porque sí.  Después de habitar en mi país por tantos años,  fue hasta ayer que conocí un lugar que es visitado por miles de extranjeros de todo el mundo.  Gentes que habitan entre cemento, trenes diarios y frío espantoso y que anhelan sus tres semanas de vacaciones  anuales para venir a internarse en el corazón de la tierra.  
Mi país.
Una pareja de suizos nos hablaron de sus aventuras en el volcán,  la playa y el bosque nuboso.  Sus vidas en Europa quedaron atrás por unos pocos días y sus ojos se notaban llenos de vida con la expectativa de enrumbarse hacia Cahuita en la costa atlántica, su última parada en este viaje.  No les gustó Manuel Antonio- demasiada gente.  Y me pregunté cómo hacemos nosotros que vivimos día a día en un tumulto y aquellos que esperan con ansias el fin de semana para ir al Mall y llevar a sus hijos.  Me dí cuenta de que esta vida está colmada de belleza pero tal belleza no es aparente a los ojos.  Necesitamos soltar tantos hábitos y condicionamientos para poder accesar la magia de lo desconocido.
Cuando la iguana me saltó encima,  tiré la taza de café y pegué un grito.  Pero también sentí una alegría,  una sorpresiva llamada de atención a ese mi mundo controlado y a veces tan solitario.  Siempre planeando,  siempre asegurándome de que todo esté "bien" y en su "lugar".  Y me dí cuenta de cuánta energía se me va en esto en vez de simplemente vivir cada día con la seguridad de que todo lo que venga a mi regazo es perfecto.  Cuando la ola me revolcó llevándose mis anteojos y mi sombrero acababa de cruzarme un pensamiento de esos memorables:
" Me gusta mucho esta playa...es tan tranquila!"....
y ZAASSS....
Esa ola gigante para mi miedo me batió por dentro y me dejó en un puro temblor. Pero también me preparó para ver,  de  verdad VER,  la cola de la ballena resguardada por kilómetros de bosque virgen,  apreciar mis pasos en la arena y la mirada amorosa de mi compañero otro maravilloso día más.   Ola bendita que me sacudió por dentro y por fuera como una lavadora. 
Ola de bienaventuranza y despedida paulatina de ese mundo controlado que ya cada día parece difuminarse más...


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