lunes, 8 de septiembre de 2014

De ángeles y demonios

Lo observo detenidamente.  Me lo permite.  Está en su centro.  Su energía está aquí conmigo-  no se ha disparado.  Cuántas veces me he disparado yo en un afán ingenuo para no sentir,  para no estar aquí,  para que no duela.  Pero inevitablemente se dispara.  Y lo pierdo.  Y me pierdo.  Y ya no somos nada,  sólo dos víctimas de la cotidaneidad y sus recovecos.

Permanecer en el centro es el arduo trabajo del buscador espiritual.  Perder ese centro es precisamente la enseñanza.  Cuando lo perdemos,  nuestros recónditos demonios hacen un banquete.  Estamos demasiado hipnotizados por nuestros samskaras para poder evitarlo.  Hacen fiesta.  Nos usan como títere y nuestra fuerza se disipa frente a los miedos:  al futuro,  a la pérdida,  a lo desconocido,  a la felicidad.

Puedo afirmar que me cuesta creer que haya en este mundo un rincón tranquilo donde pueda refugiarme.  Sé por experiencia que el único lugar donde estoy realmente bien es cuando estoy conmigo misma y me siento balanceada y optimista.  El cuerpo necesariamente tiene un papel importantísimo en este estado de ecuanimidad.  Si el estrés y el cortisol vencen,  no hay forma de sacar la cabeza. He aprendido a reconocer cuando no estoy en un espacio para compartirme.  Necesito tiempo sola para verme y escudriñarme y cualquier intento de relación es vano en ese momento. Momentos íntimos e imprescindibles de reflexión necesariamente me llevan a nuevas preguntas e inquietudes.

Y reflexiono sobre el poder que tiene la realización de que todos estamos solos en esta vida.  Sobre la inmensa posibilidad que está latente cuando uno abandona cualquier intento de refugiarse en el otro para no enfrentarse uno mismo.  El otro- y me refiero a un hombro,   un otro que pueda llamar par-,  me sirve como brújula para saber cómo estoy por dentro.  Si el otro se aferra,  es porque yo me estoy aferrando.  Si el otro es indiferente,  es porque me estoy protegiendo.  Si el otro es frío e inaccesible, es porque le estoy mostrando mi lado de cemento.  Puedo verme reflejada en mil espejos pero ninguno conseguirá evadirme de esa responsabilidad vital conmigo misma y con la Vida:  la quimera posible de conocer y anticipar mis ángeles y demonios.

Cómodamente puedo vegetar en el día a día y justificar cuando salen a asolearse,  cuando discuten entre sí o arman bronca.  O puedo estar alerta a su presencia y volverme un testigo implacable de sus insinuaciones.  Normalmente caigo presa de mis demonios cuando gravito hacia seres desequilibrados,  antagonistas y faltos de fe.  No sé qué es primero:  si el huevo o la gallina.  Me detonan todos los botones equivocados.  Pero también me veo en aquellos que se ufanan por dejar una huella de intrépida consciencia en este mundo.  Cada día pienso en el Dalai Lama,  en la Madre Teresa,  en mis maestros,  en sus maestros.  Pienso en todos esos seres extraordinarios que se sobrepusieron a las voces del escepticismo,  la desvalorización y el miedo.  Que a pesar de tenerlas a su alrededor por todo lado,  lograron atravesarlas con el poder que Dios da a un líder de corazón.  Martin Luther King,  Nelson Mandela,  Mahatma Gandhi.  Todos militantes de la minoría, defensores del underdog,  creadores de ideologías nuevas y rebeldes.

Y me duermo preguntándome si esta vida no será más bien una oportunidad de experimentarlo todo, incluso aquello que tememos.  Incluso aquello que odiamos. Para encontrar así nuestra redondez,   menos esquinas de juicios y condenas.  Seres permeables a todo lo que esta existencia provee,  incluso lo más absurdo y descabellado.  Y con esta convicción doy gracias porque en medio de la imperfección diaria que es esta vida mundana, aún en esa imperfección llena de cambios,  imprevistos y decepciones,  aún así,  hoy siento que pude ser feliz.

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