viernes, 18 de abril de 2014

Somos uno

El niño fue abandonado por su padre.

No comprendía cómo no le había avisado que había vendido su bicicleta.  El drama de un pequeño de once años que se encuentra totalmente solo en la vida me conmovió profundamente.  Su soledad,  su desazón,  su desesperanza.    Y aún en medio de este panorama oscuro,  el destino confabula para que encuentre a alguien que lo ama:  una mujer que cree en él,  que le tiende su mano y amorosamente lo llena de esperanza.  Que le perdona todo con tal de que salga adelante.

Todos hemos pasado por momentos bajos y difíciles y alguien nos ha tendido la mano.  Todos hemos también ayudado a otros a levantarse y es ahí cuando somos esencialmente hermanos y hermanas.

Decía García Márquez que un ser humano sólo puede ver a otro hacia abajo si le está ayudando a levantarse.  Hoy me despierto con este impulso primario y definido a flor de piel.  Es Viernes Santo y la ciudad está en silencio.  Las turbas han huído a la playa y la montaña.  En San José se respira una calma y una paz poco usuales. Este es el escenario perfecto para reflexionar y sentir.

Me pregunto:  cómo puedo ser yo,  aquí y ahora,  este día y con la gente a mi alrededor,  un instrumento de paz?  Qué necesito hacer,  qué acción tomar,  pensamiento pensar,  para salirme un poco de mí misma y compartirme en el genuino significado de la palabra?

Qué tal si estuviera inmersa en mis propios rollos,  luchando una guerra sin fin,  anhelando lo que no es,  pidiéndole a la vida lo que no me da?  Probablemente mi energía estaría tan atrapada que no vería nada claro.  Estaría demasiado preocupada por mí misma y revolcándome en mi propio caos.  Ya he estado ahí... muchas veces.  Es imposible para un ser humano tender la mano y ver al otro,  sentir al otro,  ayudar al otro sino se sale por un momento de su propia nimiedad.  Y todos somos capaces de grandeza,  tal vez no constante, pero sí esa grandeza que retorna de vez en cuando:  momentos en que podemos ver el panorama completo y des-identificarnos con el dolor de turno.  Esos instantes de luz en que tal vez podemos contemplar nuestra misión en esta vida.  Una que no tiene nada que ver con que las cosas salgan como queremos.

Si a mí las cosas me hubieran salido como quería, probablemente estaría todavía metida de cabeza en una profesión que no amo,  con gente a mi alrededor que no comprende mi mundo interno y viviendo un día a día nefasto en deber ser y expectativas propias y ajenas.  A veces el dolor tiene la cualidad innegable de abrirnos los ojos.  Y es en esos instantes de claridad a través de las lágrimas que entonces viene la realización que somos algo más que el sufrimiento,  que el deseo no cumplido o la traición molesta.

Sin embargo,  por la Gracia de la Vida,  me despierto en un lugar que amo,  con un amigo que practica en el cuarto de al lado,  un bebé precioso que me llama y se ríe a carcajadas.  Soy la que espera un puñado de gente linda que viene dentro de un rato a respirar todos juntos,  a compartir algo inefable,  a ser todos un sólo silencio en el ruido perenne de este mundo.  Ese que a veces confabula para volvernos locos de remate.

Somos instrumentos de paz,  cada uno de nosotros.  Soy esta mañana tranquila en mi San José.  Soy  una posibilidad viva de hacer sonreír a alguien.   Esto me da una fuerza increíble para apreciar este día con mi corazón abierto:  si puedo contribuir de alguna forma a que otro ser humano sonría,  uno solo,  ya mi día está completo.  Y no sé quién va a ser,  pero sé que voy al encuentro de esa sonrisa hoy.

Y a partir de hoy,  Viernes Santo,  todos los días.  Porque somos hermanos y tu dolor es mi dolor.  Porque sentimos igual y estamos hechos del mismo material.  Y si yo puedo hacerte sonreír,  tal vez vos también podés traer una sonrisa a mis labios.  Y si estás llorando,  lloremos juntos.   Es igual.  En ese instante somos uno.

En ese momento,  todo está bien.



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