martes, 28 de mayo de 2019

Arde


Desde la última vez que escribí,  recién llegada a Málaga,  es un antes y un después.   Todo se ha movido muy rápido. El Amor nos mostró su hermosa faz este último fin de semana y nunca estoy realmente preparada para ello. 

Lo siento como va acumulándose,  poco a poco, sin llamar la atención.  Cada día parece insignificante pero no lo es:  la convergencia de fuerzas invisibles es algo que todavía me sorprende.

De igual forma,  la vulnerabilidad es dolorosa.  Estamos tan acostumbrados a pasearnos por esta vida con máscaras,  con juicios que llevamos por dentro y que distribuimos como etiquetas por todo lado.  Desnudarse de todos los roles y qué dirán es inmensamente difícil pero a veces sucede sin esfuerzo.  

Cuando siento que viene en camino,  me quito de en medio y doy espacio.  

Y eso fue lo que nos sucedió el fin de semana pasado.

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Había una vez un príncipe.  Era un guerrero honesto,  leal y valeroso.  Amaba a su familia y  sus maestros. Era diligente,  disciplinado y de buen corazón.  Enfocado en su propósito,  sin envidia ni celos.  

No se imaginaba lo que le esperaba.

Había otro guerrero cercano pero este estaba herido en su corazón.  Le dolía profundamente y no asumía el dolor sino que se lo tiraba a otros y siempre encontraba falta en los demás.  Andaba por el mundo embarrando en otros su propio desvalor,  su inseguridad y miedos y los resguardaba bajo una apariencia de fuerza falsa,  dureza perenne y mucho enojo.

Ambos eran primos. Habían crecido juntos.  Habían estudiado con los mismos maestros y se habían formado en la flecha,  el arco y eran jinetes excepcionales.  Tal vez la única diferencia entre ellos era que el príncipe bondadoso creía,  tenía esperanza,  amaba, tenía corazón.  El otro adolecía de un nihilismo permanente y unas ganas de aniquilar todo lo que amenazara su visión distorsionada.   

Era un aniquilador de sueños-  un saboteador de la vida.

La familia del primero apoyaba sus quimeras e igualmente, fue castigada por el exilio producto de las jugarretas del malvado.   El mal parece vencer en un inicio, pero nunca es duradero.  Durante doce años fueron exiliados del reino,  dejando su hogar para evitar una guerra. Prefierieron bajar la cabeza que cortar muchas,  con la esperanza de que al regreso el nihilista habría meditado sobre los beneficios de la paz y conciliado. 

Pero el nihilismo no muere y a su regreso,  su odio y ambición habían crecido en vez de mermado... la guerra era la única salida.  Los secuaces del malo acudieron a las más bajas jugarretas:  engaño, manipulación,  mentiras,  chisme y no dudaron en engañar a quién fuera con tal de derrocar a los que regresaban e impedirles afirmarse en su hogar. Los exiliados aguantaron hasta el último instante pero ya fue demasiado...  

La reconciliación es imposible cuando uno de los contendientes es sordo,  ciego y mudo. Cuando la ignorancia rige su mente y sus decisiones son egoístas y limitadas a su propio bienestar.  

Y ante todo, a ganar.  Sea como sea.  Hay que ganar,  aplastar,  deshacer,  derrotar.  No importa el precio.  No importa si al final todos mueren, si ya no hay comida ni gente ni pueblos.  No importa nada más que derribar y someter.  El agasajo mental del triunfo final admite cualquier cosa.  Los medios no interesan:  el fin es aplastar y destrozar.  

El principe bondadoso duda pero comprende que su duda no es positiva.   Perder tiempo hace que el enemigo se fortalezca y lo use para plotear.  

Hay que atacar ya y no hay opción.  

No hay tiempo que perder.


La guerra es una matanza y no queda alma en pie de los malos.  El Bien destaza para evitar un mal mayor:  el guerrero comprende que de no actuar, el mal tomará el control y todos perecerán.  Más allá de sus dudas personales, comprende que la no acción traerá consecuencias nefastas.

La no acción es en sí misma,  acción.


El resultado es positivo y el orden regresa al reino.  El guerrero llora la muerte de quiénes ama, tomados por una fuerza ingrata que no supieron controlar.   Se enjuga las lágrimas y toma posesión de su legado, sabiendo que hizo lo correcto.

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Este yoga que practicamos es el yoga de la mente.  

Nuestras mentes son el campo de batalla entre el samsara y la verdad.   La resistencia viene del no comprender que somos presa fácil de la oscuridad sino estamos alertas y despiertos.  Hay mil formas de adormilarse y nuestra mente nos pierde en los terrenos tortuosos del ego,  la ignorancia,  la aversión, el apego y el miedo.  Sólo una mente ágil y consciente puede esquivar las muchas trampas que nos ponen diariamente.  

El yoga es la preparación para la batalla más importante,  la batalla diaria de no caer presa de energías más bajas y sostenernos en el punto de unión,  en la esencia de quién somos,  al borde del abismo por nuestra condición humana ... intentando no caer. 

Pero a pesar de todo, caeremos muchas veces.  Comprenderemos a través de las caídas que fue pésima la reacción,  fueron absurdas las palabras o insensatas las acciones.  Que las compañías hay que cambiarlas,  que las relaciones deben morir para iniciar nuevas. 

Y tal vez un día,  ojalá cercano, comprenderemos que lo que le hacemos al otro nos lo hacemos a nosotros mismos.  

Que no hay otros.

Ese día llegará cuando el dolor infligido por nuestra inconsciencia nos enseñe humildad,  paciencia y compasión por nosotros mismos y esa parte que todavía se toma todo personal y se engancha.  Pero pondremos más atención a la que anhela ir más allá de los venenos.  

El yoga es la intención de ser cada día la versión más amorosa en vez de la más egoísta.  Ver el impacto de nuestras acciones en los demás y decidirnos a ir más allá de nuestra zona de confort para beneficiar a otros.

El yoga 24 horas.

El yoga del diario vivir.



Salgo de mi taller movida hasta la médula por un grupo de seres extraordinarios.  Seres humanos de una pieza,  conmovidos por sus presencias e historias mutuas y dispuestos a entregarse al máximo.  Salgo transformada porque estar en su poderosa presencia me abre y me parte exactamente donde duele.  Me lleva a ese lugar que sé que es el punto de inflexión,  ese pedacito de amor que somos que no muta,  que nos atraviesa en todo lo que duele y nos muestra su inmortalidad.  

No hay atajo,  hay que sentir la espada del amor.  

Y sentirla significa llorarla hasta el fondo.  He llorado muchísimo desde el domingo. Desde ese lugar herido que esperaba amor y en su lugar recibió odio.  Desde ese lugar que anhelaba compartirse y en su vez fue abusado.  Desde ese lugar traicionado que nunca imaginó lo sucedido.

Ese lugar suavecito sobrevive, a través de los años y a pesar de todo no ha muerto ni nunca morirá,  porque la traición no lo toca-  aunque queme...  aunque arda.






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