domingo, 6 de octubre de 2013

Mi casa

El dolor es un hecho en esta vida.  El sufrimiento no.

Multiplicidad de situaciones nos pondrán una y otra vez contra la pared.  En el yoga que practico,  aprendemos a ir diariamente a esos lugares incómodos.  Las series nos hacen temblar y aún así,  mañana de nuevo entramos en ese lugar doloroso,  a veces más mental que físico.  Muchos llegan a este yoga y se asustan.  No es una práctica para todos, pero a mí me ha ayudado enormemente.

El secreto consiste en encontrar la alineación interna para enfrentar cada día la alfombra.  Si lo hacemos desde un lugar de comparación,  competitividad o si no tenemos muy claro por qué lo hacemos,  la práctica misma se encargará de disuadirnos de continuar.  O tal vez,  reformularemos nuestra intención y descubriremos que no somos esa persona siempre preparada para pelear,  resistir o cínicamente cuestionar todo.   Tal vez, esa es sólo una idea que hemos albergado de nosotros mismos durante muchos años y ya le está llegando el momento de cambiarla por otras.

Cuando pienso en todas las actitudes, expectativas, prejuicios e ideas que he tenido que soltar para sostenerme en mi práctica,  siento que estoy prácticamente vacía.  Y este lugar de vacío por mucho tiempo me asustó.  Me sentía de alguna forma protegida por lo que "sabía",  había "leído" o "aprendido".  Todo esto había sido adquirido con el afán de no sentirme tan insegura.  Habían títulos que confirmaban que, efectivamente,  yo era alguien culto y estudiado.

Ha.

El problema con esta identificación era que traía consigo una tensión perenne en mi cuerpo y mente.  Al punto,  que esta tensión comenzó a deformar quién yo era . Dolorosamente,  tuve que aceptar que seguir identificándome con mi mente no me iba a llevar a ningún lado que valiera la pena y desamarrar ese barco lleno de supuesto conocimiento me dejó maltrecha,  sintiéndome débil y un poco perdida.  Aquí fue donde el Yoga comenzó a reconstruirme.  Mi alma pedía algo más sustancioso,  amigos más sinceros y sobre todo,  un reconocimiento profundo de mi verdadera naturaleza.  Aunque a veces  sintiera que este llamado era tan abstracto que si no estaría literalmente loca. 

Creo que cuando uno le pasan cosas muy fuertes,  es como si nos arrinconaran junto a un precipicio.  Tenemos la opción de sostenernos ahí,  llenos de dolor y de miedo,  viendo las profundidades del abismo y dudando una y mil veces qué habrá al otro lado.  Sudamos y lloramos,  las piedras cortan nuestras manos,  los músculos ya no nos sostienen,  pero nos aferramos a morir.  O damos el salto.  Y por un instante,  abandonamos el cinismo,  el nihilismo y el hábito de dejar todo para mañana.  Un mañana que no sabemos si llegará y que ojalá no nos encuentre retorcidos de miedo,  en esa postura de aferrarnos.

Saltar al dolor implica reconocer ese lugar dentro de nosotros que no controla nada.  El dolor de no tener propósito.  El miedo a no saber.  Todo grita "PELIGRO".  Pero el dolor nos empuja cada vez más cerca del precipicio:  algunos deciden terminar con su vida.  Es demasiado aterrador.  Otros saltamos al vacío confiando en que Algo Más Grande nos va a apañar.   Y así es,  irremediablemente,  así es.

Estoy aquí para contarles que ese Algo es una energía de Amor y Benevolencia que nunca se olvida de uno,  por más desesperados que estemos.   Nos pide algo que a ninguno nos enseñaron: nos pide que creamos sin condiciones ni garantías.  Esta es la lección crucial,  la más difícil para un ser humano.  Nuestras mentes nos protegen continuamente de la supuesta aniquilación.  Pero todas las mentes tienen un punto ciego:  y es precisamente el punto ciego del Espíritu.

El Espíritu nos mueve,  respira y es en todo momento.  Pero es necesaria primero esa confrontación con los patrones psíquicos de años para poder verlo al otro lado.  Naturalmente,  evitamos siquiera ver esos patrones.  Se han convertido en quién somos. Han tomado nuestra casa y toman café en la sala, muy cómodos y a su gusto.  NO quieren irse nunca,  ni locos.  Y sacar la escoba y empezar a espantar a todo este gentío demanda hasta la última gota de energía vital de nuestro ser.

Seguir conviviendo con este grupo de gente- voces en nuestra mente,  ideas, conceptos,  críticas y juicios-,  es vender nuestra vida a la incoherencia.  Despejar la sala, el baño,  los cuartos y hasta la cocina de impostores es una empresa de titanes.  La casa va a quedarnos vacía y a todos nos da miedo la soledad.  Pero he aprendido que una vez que van saliendo,  uno a uno,  el espacio vacío queda vibrando con una presencia,   con una compañía de amor.

Escondido entre tanto gentío,  ese espacio fue en un principio irreconocible para mí.  Las viejas voces del drama y la confusión todavía tenían un eco en mi mente.  Comenzar a sentir el silencio me ha ayudado a invitar a mi casa a quién realmente aprecio y amo.  Este espacio sagrado se ha vuelto una conversación íntima entre amigos queridos,  un lugar seguro,  sencillo y sereno.   En este espacio,  puedo decantar cuando algo me duele,  puedo llorar si necesito sin juzgarme y extrañar a todas aquellas personas que amo, aunque estén lejos.  Aquí puedo pensar con claridad sobre el próximo paso,  abrazar a mis seres queridos,  acariciar a mis niños sin prisa y meditar al final de la tarde.

Mi casa es su casa.  Me encanta esta frase que he visto en muchas casas a la entrada.  Ahora,  cuando invito a alguien a pasar adelante es porque realmente es mi invitado o invitada de honor.   Ya nadie se me cuela en la cocina sin permiso,  ni se mete en mi cuarto sin tocar la puerta a revolcarme mis cosas.   Mi casa se ha vuelto un espacio sagrado donde reina el silencio,  la calidez y la alegría.




Y todos ustedes están cordialmente invitados a pasar adelante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.