domingo, 20 de octubre de 2013

Gravedad

Ella ya no tenía motivos por qué vivir.  Había perdido lo que más amaba y su vida era un eterno retorno entre los recuerdos y la desesperación.  Su mirada estaba perdida.  Su corazón ausente.

Continuaba presente en su trabajo como en un trance mental.  Sin motivación,  sin entusiasmo.  No tenía siquiera energía para tomar una decisión al respecto:  irse de una vez por todas de este mundo sin sentido o despertar.  Ni siquiera podía contemplarlo.

No tengo la menor duda de que el dolor de perder un hijo es el más difícil de superar en este mundo.  No puedo siquiera imaginar su dolor.  La vastedad interna que intuyo es más allá de las posibilidades de comprensión de mi mente.  Simplemente,  es un mundo desconocido que puedo sentir pero no accesar.  Tuve,  sin embargo,  experiencias de dolor que me llevaron a ese lugar de desconsuelo y resignación. Ya nada valía la pena. Todo se veía opaco y absurdo.

Toma un hecho drástico sacar a un alma flotante de su limbo.  Algo que la enfrente directamente a su propia muerte y aniquilación.   En esos estados límites es que surge de nuevo el deseo por la vida:  instintivo,  total.  Ahí no hay idioma ni dolor pasado que aguante:  sólo hay que buscar la siguiente respiración.

Hablamos del miedo a la muerte como un evento futuro.  Se siente lejano.  Parece ajeno.  Nos toca una muerte cercana y nos acostumbramos a la ausencia de ese ser,  como si se hubiera ido de viaje.  Algo en nosotros nos protege ante la cruda realidad de la muerte.  Es un mecanismo interno que impide que nos lancemos por la borda antes de tiempo,  aunque comprendamos que estamos irremediablemente condenados  en este Titanic llamado vida.  Hoy, mañana,  en diez años,  en cincuenta.  No importa.  Es igual.  El día llegará...

Personalmente,  mi miedo mayor es sufrir la pérdida de mis seres amados, como esta chica del ejemplo. Mi propia muerte la anticipo con curiosidad,  lista a observar mi mente en ese momento de transición.  En la filosofía que practico,  creemos en la reencarnación como un hecho y los maestros hablan de que nuestros pensamientos en la hora final determinarán la siguiente vuelta.

...

Qué inmenso reto poder entrenar la mente para que ese momento esté lista.
Para que no se aterrorice,  se aferre,  se nuble.
Para que en el momento de soltar,  suelte con alegría por todo lo recibido en este vida y anticipe una nueva donde más haya más Amor.

Claro.  Todo esto son sólo teorías.  Dicen que el miedo a la muerte es el miedo más primitivo y profundo de todo ser humano.  Especialmente en nuestra sociedad,  somos expertos en taparlo y esconderlo.  A todos nos invitan a un funeral como a algo prohibido.  Hay un misterio perenne en la forma en que el muerto vivió sus últimos instantes.  Tabú absoluto.  Los familiares guardianes de un secreto que no se comparte y que nadie pregunta.  Hermetismo.  Más miedo.

En India,  recuerdo que mientras caminaba por las calles de Varanasi,  una de las ciudades más sagradas- lugar donde todos quieren morir y que garantiza la ascensión a una vida siguiente más elevada en consciencia-,  recuerdo que los desfiles con el muerto estaban llenos de alegría y música.  Estando yo en el ghat donde queman los cadáveres,  las caravanas llegaban a veces cada diez minutos e inmediatamente,  el movimiento se intensificaba:  como si hubiera llegado el invitado principal.  Muchos invitados principales en el transcurso de unas pocas horas.

El ghat se ponía como un hormiguero:  cada ser sabía qué papel le correspondía.  El hijo mayor del difunto,  rapado y vestido de blanco,  compungido y empoderado a la vez,  cumplía con los rituales de despedida casi siempre sereno y ecuánime.  Nada de mujeres en el ghat:  sus lloros pueden molestar al alma.  Fuego,  cenizas,  animales y seres humanos junto al Río Sagrado del Ganges,  compartiendo una salida más.  Contemplando todos internamente nuestro propio momento a futuro.   La inevitabilidad de la muerte en un contexto de naturalidad y público en todo su esplendor.  El cadáver ardiendo,  los olores y sonidos de ese instante y los restos a simple vista.

Nada que esconder.
Esto es lo que más amo de India:  que la vida se muestra cruda y mágica a la vez.

Mis muertos personales todavía rondan en mi inconsciente como presencias que en su momento de partida no supe celebrar.  Estaba demasiado atrapada en el tabú y el miedo que a todos nos han enseñado.  Quisiera que mi propia muerte fuera un momento de celebración y alegría por una vida bien vivida.  A diferencia de la chica de la anécdota,  he sido bendecida con una vida con los ojos abiertos.


 

Y así deseo entrar en mi último momento por acá:  no sé cuándo ni cómo,  pero con la confianza de que  el camino sigue y la fe en que una evolución natural de las almas es una posibilidad real.

Y hasta que ese día llegue,  seguiré acumulando material para poder irme, ojalá,  con una sonrisa muy grande en mi rostro.  

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